Lo que sigue lo he copiado literalmente de la historia de Rosa Leyes que publiqué en mi libro “Equipaje” en su primera edición en junio de 1975 por la Editorial Pomaire y en sucesivas ediciones por EMECE editores.
A finales del siglo pasado y a principios del actual, lo que hoy es la provincia de La Pampa todavía era "el desierto". Sólo habitaban en ella la paja bra-va, el puma y el indio. Estos indígenas, auténticos centauros de la llanura, aunque eran relativamente pocos significaban un problema para el avance de la civilización que había esta-blecido la frontera de sus dominios en donde empezaban los dominios del salvaje. Ese problema se traducía en constantes ataques llamados “malo-nes” a poblaciones y haciendas de avanzada. El botín que se cobraba en aquellas correrías, eran tesoros generalmente en granos y ganado y por sobre todo en cautivas, mujeres blan-cas que pasaban a formar parte del harem particular del jefe de la tribu. Detrás del malón, quedaba siempre la desolación y la muerte. Las magnas testas que gobernaban el país por aquellos tiempos consideraron que era más fácil organizar una guerra de exterminio que tratar de ganar al indio para la civiliza-ción. Así fue cómo se llevaron a cabo las históricas campañas al desierto por parte del ejército argentino. Ya desde entonces el ejercito argentino servía para pelear contra los propios argentinos.
Eran necesarias las praderas pampeanas para echar sobre ellas las semillas del progreso, pues los "bárbaros" cazaban demasiadas vacas y eso perjudicaba los más caros intereses económicos, vaya usted a saber de quién. Estas campañas dieron como resultado la expulsión del salvaje hacia las áridas tierras del Sur y la repartición de la inmensidad de la pampa “liberada” entre unos pocos señores a quienes la "civilización" quiso premiar de esta manera, por haberla librado de semejante lacra. La historia, que siempre la escriben los vencedores, relata aquellas acciones como una de las más grandes epopeyas de las armas del país. Como dije antes, los indios fueron expulsados hacia el Sur, es decir, hacia La Patagonia, es decir, hacia la región más árida y estéril, es decir, hacia la carencia de lluvias, es decir, hacia la carencia de recursos para desarrollar las mínimas condiciones de vida. En toda huida, sobre todo cuando se lleva a cabo de una forma desordenada, quedan individuos rezagados y dispersos que encuentran refugio en las casas de aquellos que responden más a sus conciencias de seres humanos que a sus deberes cívicos. Aunque nunca tuve indicios precisos, creo que Rosa Leyes era uno de éstos. Abandonado quizás por sus fugitivos padres a la buena de Dios, dio tal vez en la casa de alguien que se apiadó de él y a lo mejor le dio comida, techo y lo necesario para que el niño continue su camino hacia el hombre. Digo quizás, tal vez, a lo mejor, porque nadie me supo dar datos concretos sobre su origen; de todas maneras Rosa Leyes era algo así como el tonto del pueblo, el bastardo receptor de todas las bromas de mal gusto, de las injusticias de los iracundos, de la caridad condicionada al temor a Dios, del capricho de los reyezuelos de corona nebulosas, de la soberbia conferida a las máximas y mínimas autoridades del pueblo. ¡Insignificante Rosa Leyes!. Sus mayores exigencias m siquiera formaban parte del idioma de los demagogos. Vivía de las changas, favores esporádicos, para cuya realización parecía haber sido puesto ex-profeso por Dios en la vida de la comunidad.— “Rosa, tengo una pila de leña que hachar... te doy dos pesos y la comida si me lo hacés”. Y podíamos ver al bueno de Leyes arqueando el lomo para cumplir, siempre con una sonrisa.
—Yo no me animo a matarlo... ¡me da tanta pena!
— Y bueno, llámalo al Rosa Leyes y listo.
— “Ché Rosa, te doy un peso y un litro de vino, si me matás y cueriás este chivo que me trajeron del monte. El indio cra el matarife oficial de casi todos los cabritos y corderos que adornaban las mesas de Navidad y Año Nuevo en las |
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