Cuando publiqué mi primer libro titulado “Equipaje” en la página 167 escribí una reflexiones sobre los andenes de la estación de mi pueblo. Me parece oportuno recurrir a ella ahora que por primera vez presento la canción desnuda.
El pueblo donde nací es una comunión de cosas dispares compiladas todas en un pequeño punto de la geografía larga y ancha, de la Pampa argentina: Rancul, voz indígena que significa laguna seca o algo parecido.
Hoy, para llegar a él basta sólo instalarse cómodamente en un asiento de los múltiples autobuses que lo visitan a dia-rio desde distintos puntos del país, o bien en automóvil o, los que pueden y no disponen de tiempo, en una avioneta particular que lo dejará en cualquiera de las "estancias" (ha-ciendas) que lo rodean; pero aquellos que tienen la necesi-dad de airear su nostalgia en el espacio pampeano, pueden recurrir “todavía” al ferrocarril. Los que así lo hicieren, se encontra-rán al llegar con unos andenes largos y, en cada una de sus puntas, un letrero descolorido que orgullosamente dice: "RAN-CUL". Hacia el centro, un edificio pequeño de ladrillos rojizos y alero de techo ondulado de chapa. Debajo del ale-ro, dos puertas con un letrero en cada una que dice: "Jefe" y "Sala de espera", respectivamente. A un costado de la pri-mera y a media altura, una campana de bronce y debajo, la balanza. No falta, por supuesto, el reloj, que controla la exactitud de todos los relojes del pueblo, un par de bancos de madera, tres o cuatro galpones o naves enormes, utilizados fun-damentalmente como silos y alguna vez como improvisados salones de baile, un pequeño jardín que pomposamente lla-mamos "parque", un estacionamiento de vehículos y eso es todo. En resumen, una clásica estación de trenes de un pequeño pueblo de la llanura argentina. Pero eso no es todo.
Tiempo fue en que la vida de mi pueblo dependía casi exclu-sivamente de la estación. El tren pasaba diariamente, y dia-riamente los viejos andenes se llenaban de gente: los pocos a esperar o a despedir a alguien, y los muchos a establecer ese breve contacto visual con el mundo que existía más allá de las últimas calles. Las mozas en bandadas, como palomas, luciendo sus galas, recorrían de una punta a otra el largo convoy deteni-do, comentando la presencia de algún forastero guapo de quien quedaba en el aire, el aire de un piropo, o simplemente chismorreando la presencia de alguna dama en el coche de primera clase, que iba vestida de tal o cual manera. Los muchachos, mientras tanto, escoltábamos a las mozas con la misma intención, pero a la inversa. Los poblados andenes tenían siempre un ambiente de fiesta, que duraba el tiempo de subida y bajada de mercan-cías y viajeros. El silbato de la locomotora anunciaba el final de esa breve fiesta y entonces todo el mundo abando-naba los andenes comentando lo visto, como si de una proyección cinematográfica se tratara.
—Adiós, don Pepe.
—Adiós, don Juan, nos veremos mañana cuando pase el tren.
—Hasta mañana entonces.
A mí me gustaba quedarme hasta el final, cuando el últi-mo vagón se perdía en el horizonte y no quedaba nadie en la estación. Dejaba volar mi fantasía y recorría vías y ca-minos lejanos, visitaba países y estaciones con nombres extraños. "Próxima parada, Estambul" y Estambul en mi imagi-nación, se me antojaba la aventura de una mezquita a otra, del Bósforo al Cuerno de Oro en busca de las joyas robadas de Topkapi y me sentía Rip Kirby o Simón Templar. El tiempo de soñar despierto siempre tiene un límite el de alguien que nos dice: ¿Qué estás haciendo aquí?.
¡ Los viejos andenes, cuántos momentos de mi vida se dibujan en ellos!. ¡La partida de un amigo entrañable en busca del horizonte!. ¡ La llegada del forastero con su misterio a cuestas!. ¡Y mi partida y mi llegada y mi partida!. Por la ventanilla abierta, oteando hacia atrás; primero los pañuelos blancos perdiéndose en los andenes y después, del pueblo las ultimas casas se me fueron desdibujando lentamente al compás acelerado de |
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