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En la muerte de Ana, madre de Alberto 
    Con motivo del fallecimiento de mi madre, Laura Etcheverry, magnífica poeta y mejor amiga, me ha hecho llegar su particular crónica de un viaje que hiciera a Rancul a conocer el pueblo donde nací y encontrarse con mi madre. Perdón Laura si incumplo la más elemental regla de la discreción, pero no resisto la tentación de compartir esta emoción con todos los amigos visitantes de la página. Las palabras de Laura me han ayudado a llorar todo lo que me faltaba por llorar para liberar mi corazón de la pena mayor que he sentido jamás.

    Gracias amiga.

    A.C.


    Dice Laura en su crónica:

    Al despuntar el invierno de 2004, una invasión de gaviotas provocó el cierre del aeropuerto de Santa Rosa, ciudad capital de La Pampa. Se intentó alejarlas por medio de sirenas, pero fue inútil. Ante el analfabetismo del asombro, la temperatura y la humedad se repartieron la responsabilidad de un fenómeno sin antecedentes.
    “La pampa es un viejo mar donde navega el silencio”, escribió Ricardo Nervi en los renglones llanos de sus versos. Y una buena metáfora suele ser más cierta que el silogismo más puro. En el paisaje pampeano una playa infinita empalma hacia los cuatro vientos con el constante espejismo marino. Es un mar sin ruido, pero la milagrosa facultad humana lo inventa, como se inventa, sin ir más lejos, la música.
    “Una vez me di el gusto de ir a Rancul. Solo. Entré por el acceso techado de árboles, y empecé a recorrer el pueblo. Enseguida se acercó un muchacho. “Usted es periodista”. ¿Para qué iba a explicarle que no lo era? “Busca la casa de Alberto”. Me dio las indicaciones y estacioné. Vi a una señora hablando con una pareja, que acababa de subirse a un automóvil con chapa de Capital. Era la madre de Alberto. Me mostró la casa rincón por rincón, el piano vertical, la foto con el padre jugando en el frontón, los dos en alpargatas. “¿Quiere ver el fondo?” Una pileta vacía, y ella que se quedó parada esperando la pregunta. “Quiere saber dónde estaba el árbol...” “Sí”. “Ahí, donde está el Batuque. Pero no se arrime, que es un perro bravo”.
    El relato textual tiene nombre y apellido, pero poco importan. Es la crónica, con escasos matices de diversidad, de los viajeros que al menos una vez en la vida han elegido y eligen Rancul como punto de destino. Faltaría acotar que durante la excursión el viento silba impío, la dueña del único local de artículos regionales incrusta el nombre del lugar en el metal plateado de un mate, y se intenta saber qué es de la vida del personaje de alguna canción.
    El pueblo termina a dos cuadras de la casa que fundara el abuelo Eladio García, y en esa frontera norte está la estación, centro del universo según una de las tantas fábulas del cantautor. Un mínimo jardín, un semicírculo de tierra sin ningún vehículo estacionado, y un monumento angosto en forma de barco, con su bandera de hierro inmóvil flameando hacia el este. En ella unos cuantos orificios perforados y de escaso diámetro forman las letras de un nombre propio, “Provence”. A estribor, los versos “un corazón sin distancia quisiera para volver a mi pueblo” se coagulan en una placa de madera como una luz de bengala. Blanca y ocre, con la inscripción “A Alberto Cortez, el pueblo de Rancul”, la pequeña mole de piedra navega su silencioso homenaje a escasos metros de las vías.
    En el alero del edificio se descascara con lentitud antigua un color indefinido. El lugar de la clásica campana de bronce está vacío, igual que un banco roto en el que ya nadie sienta su espera. Unas flores plásticas y sin perfume duermen al pie de una imagen con la leyenda “A nuestra Señora de Luján, Homenaje del pueblo y colonia de Rancul”, incrustada en los ladrillos sucios y rojizos el 3 de Noviembre de 1956.
    Y en los extremos de los andenes polvorientos, dos carteles negros con letras amarillentas ostentan el nombre de Rancul. El pasto subido a los durmientes y las vías que ya no conducen a ninguna parte concluyen la decoración de un escenario distinto del escenario. Después del canto, o antes, según cómo se mire.

    (2)

    La casa familiar de Alberto Cortez es la que trazaría un niño en sus primeros diseños infantiles, con la vida siempre dentro y detrás. Una puerta sellada y una persiana baja en el frente estrecho, y luego el rectángulo ocre estira su superficie hacia el fondo del terreno, con la manía lánguida con que los recuerdos se incrustan en los patios interiores. Las ventanas laterales se suceden con sombría simetría, y una voz explica que había más habitaciones que después se demolieron, y “llega gente del mundo entero, que pregunta por el árbol que estaba donde está la medianera y ya no está”.
    El largo pasillo comienza en una puerta de alambre y acaba en una bomba oscura y seca, con su oxidado tentáculo inútil hundido en las napas. “Entré en el patio que un día / fuera una fuente con agua. / Aunque no estaba la fuente / la fuente siempre sonaba. / Y el agua que no corría / volvió para darme agua”, recitaría Rafael Alberti explicando lo inexplicable.
    En la cabecera de la mesa, ella no dice nada, sólo sonríe. Una pila de cartas, fotografías, y un ejemplar gastado del libro Equipaje –“éste es el primero, pero tengo todas las ediciones”- la secundan para hablar de su hijo mayor.
    En ese Macondo pampeano, de plaza grande y parroquia pequeña, la mujer recolecta las migas del pasado mientras se pinta en su voz pausada la estela del orgullo. Después de varias rondas de mate pide que acerquen su silla hasta cada rincón de la casa que desenvaina un recuerdo, y ofrenda su siesta a los videos de otras épocas que las nietas traen a la pantalla del presente.
    El rostro de Ana Magdalena Gallo de García es una anchísima llanura blanca y hospitalaria, despejada desde los límites boreales de la frente. Los ojos inquietos y oscuros la salpican pese al telón de los inmensos anteojos, y una vincha de nácar le repliega el pelo negro. Estira las manos absorbidas por la artrosis hasta alcanzar la montaña de cartas custodiadas celosamente sobre la mesa rectangular de la cocina.
    -Hablemos de Alberto, Ana.

    (3)

    Frente al hogar de los García sobrevive una casona construida en 1905. Hasta hace pocos años, Ana cruzaba a menudo y pedía permiso para ingresar por el zaguán hasta una habitación interna. La cama de dos plazas, un par de muebles y la luz mortecina le devolvían intacta la mañana del 11 de marzo de 1940, en la que poco antes de comenzar el otoño y después de veinte horas de un trabajo de parto insano y pueblerino, diera a luz a su primer hijo. Se quedaba unos minutos detenida en el umbral y volvía a atravesar la calle, con los pasos sonorizados por el taconeo de los recuerdos.
    A las ocho de la mañana de aquel lejano marzo, la partera había envuelto a la criatura de cuatro kilos en una larga faja, como se hacía en aquel entonces con los recién nacidos.
    No era extraño el nacimiento de un niño en Rancul, que venía a engrosar la magra estadística de 2350 habitantes. Lo que nadie sospechó aquel tórrido día fue que ese niño jamás dejaría de serlo. Ese era el fenómeno del que la flamante madre no sería consciente hasta muchos años después.

    (4)

    Ana Gallo y José García crecieron en la inmensidad del microscópico pueblo perdido en la llanura pampeana, jugando en las mismas veredas y en las pocas calles que les simulaban el mundo. Se casaron un día antes de sepultar el abril de 1939, y se instalaron en el hogar de Julia y Eladio. Dicen que Ana y José bailaban incansablemente, y que trazaron con los años la apacible coreografía de un matrimonio feliz.

    (5)

    En apariencia, el aparato era una caja oscura, incapaz de despertar el asombro. No era la pelota que remontaba el juego y la risa, ni la colorida veleta que aceleraba el viento. Tampoco la cubierta que empujada por la mano infantil devoraba metros hasta el final de la calle, con el caucho hambriento de aventura y felicidad. Pero de ella salían sonidos que dejaban en la cocina un aleteo misterioso, y el niño cabalgaba sin tregua a la grupa del dial, con un viento extraño en el rostro pese a la quietud de la silla.
    Ana colgó la radio en la pared, pero él trepó a una butaca y en puntas de pie siguió estirando los dedos. La rueda giraba en un viaje constante por esa vía circular, hasta detenerse en las estaciones donde sonaba una melodía. Desde Buenos Aires, la ciudad más distante que admitía su imaginación, llegaba la música, encapsulada en esa caja sombría.

    (6)

    “Cuando nació Raúl, la tía Lea llevó a José Alberto hasta la plaza. Le habíamos dicho que la cigüeña iba a estar en el campanario de la Iglesia. En cambio Pepe le había contado que al hermanito lo iban a mandar por correo, y todos los días, cuando salía de la escuela, pasaba a preguntar si no había alguna encomienda para los García. Un día le preguntaron a Pepe qué encomienda tan importante estábamos esperando, porque José Alberto preguntaba todos los días por ella. Se llevan siete años de diferencia, y a los doce Alberto se fue a San Rafael. Por eso no compartieron sus infancias”.
    Raúl duda ante la pregunta sobre la primera bicicleta de su hermano. Piensa que puede haber sido sólo una secuela de su imaginación. Pero la voz de Ana surge lenta y luminosa, como una línea de agua abriéndose paso entre los baches de la memoria familiar.
    -Vos no habías nacido, Raúl, pero sí existió. Se la trajo el padre desde Buenos Aires, y él fue a esperarla a la estación. Estaba desesperado por ver si José llegaba con ella. Corrió como tres cuadras a la par del tren, y cuando se detuvo estaba la puerta del vagón abierta, y entonces la vio.

    L.E.
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