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ME HAN ROBADO MI PAÍS
    Me han robado mi país, me han dejado en la calle de la vida, pasmado, sin país y sin posibilidades cercanas de recuperarlo.
    Nací en el 40 y quizás porque estaba en su plenitud la segunda guerra mundial, y con ella un militarismo exacerbado, desde mi toma de contacto con la razón me obligaron a tolerar un interminable servicio militar hasta la eclosión de un merecido desprecio al militarismo de 1982, con el regreso de la democracia al gobierno en Argentina.
    De niño me hicieron creer que un tal Perón cumplía y que una tal Evita dignificaba. Ni el uno ni la otra cumplieron ni me dignificaron. Después la historia me obligó a declararme en huelga de estudiante y aquello desembocó en la tarea de derribar monumentos y mitos y expulsar a patadas en el culo a rectores y profesores dogmatizados y dogmatizantes que me robaron la adolescencia y el resto de la inocencia que me quedaba. Después en la universidad, me rapiñaron a golpe de imposiciones políticas la posibilidad de seguir una carrera para desafiar el futuro con ciertas garantías de utilidad.
    Mientras todas estas cosas ocurrían, yo amaba profundamente a mi país, lo amaba con la fuerza que sólo puede otorgar la pureza de un alma limpia de compromisos. Lo amaba y, a mi manera, lo cuidaba tratando de no lastimarlo, evitando tentaciones juveniles e intentando siempre hacer las cosas bien, de ser útil y caminar derecho. Mis ancestros me habían inculcado que la honestidad es un buen negocio a largo plazo y que a corto nos permite dormir bien y ser bien considerados por los demás. Claro que esas reflexiones cuando las escuchaba pensaba que eran cosas de viejos y que lo que realmente tenía valor era aquello de vivir y dejar vivir, cerrando los ojos, los oídos y la boca, como los tres monos del ejemplo clásico.
    Después de que me robaron la universidad, asumí la independencia total. Ya estaba bien de depender económicamente de mi padre que se partía el lomo por darme la educación que él creía mejor y que alguien de alguna manera me birlaba sistemática e impunemente. Empecé entonces a ganarme el sustento apoyado en el talento que la vida me había dado, es decir, cantando, y cambié la universidad tradicional por la de la vida y sus vicisitudes. Me propuse ser un artista respetado y valioso en una ciudad de Buenos Aires que me abría las puertas con una fabulosa oferta de trabajo y posibilidades de crecer, tomando simplemente como ejemplo a los magníficos artistas que habitaban el parnaso argentino de aquellos tiempos, grandes cantores, fantásticos compositores y poetas, eximios actores, maravillosas orquestas en todos los géneros.
    Aquello era fantástico, pero entre las modernidades y los sindicatos, el fabuloso panorama de trabajo y aprendizaje de aquel legendario parnaso se fue estrechando hasta desaparecer casi del todo. Se impusieron las discotecas a las salas de espectáculos y se convirtieron en embudos las posibilidades de los novatos. Comenzó a trocarse el talento por la comercialidad generalmente engañosa y el vender muchos discos ajustando el contenido de la música a la demanda de un público cada vez más vulgar y chabacano. Bastaba una frase más o menos sonora e ingeniosa sobre una melodía pegadiza para convertirse en un éxito y con el éxito la mitomanía. Como me negué sistemáticamente a participar de aquellas mediocridades, porque seguía creyendo en la poesía y en el buen gusto, las nuevas fuerzas estéticas me fueron acorralando hasta depositar mis huesos en el casco de un barco que me llevó lejos de mi tierra y mis afectos.
    Una vez más, y esta vez eran las circunstancias, me robaban mi país. Con mi partida nacía una nostalgia que no dejaría de crecer y que aún persiste. Precisamente esa incontrolable nostalgia me obligó a inventarme un país ideal. Mi nueva Argentina estaba habitada solamente por buena gente, inteligente, abierta, sana, como abierta y sana había sido mi niñez y mi adolescencia. Mi nueva Argentina duró los diez años que duró mi voluntario exilio y un día, las vueltas de la vida y la fuerza de mis deseos más íntimos convocaron mi regreso.
    Al llegar sentí como que recuperaba algo perdido y muy querido, y auspiciado por la emoción cometí el terrible error de contrastar mis sueños con la realidad, y ésta, impíamente, me volvió a robar mi país.
    Allí, el ser o no ser, consistía en ver quién saltaba más alto, quién era más guapo, quién engañaba mejor, quién era más que otro y más y más aún. Una desenfrenada carrera hacia un protagonismo vacuo se había apoderado de todos los habitantes del país. Agobiado y harto por ese vaivén de competencias insulsas y sin sentido, reflejadas en todos los ámbitos de la vida, y un creciente y constante rumor de inestabilidad e inseguridad, hicieron que volviera a irme y a introvertirme para recuperar el país que guardaba celosamente en mis sueños, lejos de todo aquello. Esta vez fui yo mismo quien me robé el país para protegerlo de aquella lamentable vorágine y mimarlo en esos sueños.
    Me lo llevé conmigo y lo instalé en los estantes de los privilegios en el universo de mi corazón. Allí estaría más seguro, libre del acoso de las insaciables fauces de cualquier forma de poder. Una infausta mañana me despertó la angustia de escuchar una terrible palabra: ¡Guerra! Ahora la locura de una guerra absurda, como todas las guerras, me robaba el último país real que me quedaba, el país de la paz.
    El poder estaba en manos de la ignominia, de los crímenes horrendos, de la dictadura prepotente y lacerante. Cuando finalmente regresó la ansiada democracia, entendí que esta vez me debía sumar a la ilusión y creí y volví a creer, iluso de mí. Terminé enfadado conmigo mismo por recaer en la tentación de dar nuevamente crédito a los espejismos y dejarme llevar por esa hermosa utopía que es la esperanza.
    A lo largo de mi vida he asistido impávido a cómo me fueron robando mi país. Quizás la distancia me ayudó a preservar aquel territorio ideal que guardo celosamente en los estantes de los privilegios de mi corazón y a ése juro solemnemente que defenderé con uñas y dientes para que nadie ni nada me lo pueda robar jamás.
    Finalmente no me queda otra que resignarme a mi sino fatal. Lo hago con la resignación de César Fernández Moreno... Y bueno, qué le voy a hacer si soy argentino…

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