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ALICANTE

    “Las noches del Castillo”


    Los que nos dedicamos a escribir canciones y cantarlas profesionalmente percibimos de una manera especial un cúmulo de sensaciones especiales, y decir esto no significa el querer abrir un debate de selectividad comparativa con otras profesiones ni tampoco hacer un alarde de privilegio desproporcionado. Cuando digo sensaciones me refiero a un toque interior que sacude con mayor o menor intensidad nuestra sensibilidad. A veces ese “toque” lo provoca la cordialidad de la gente cuando manifiesta su admiración por nuestro trabajo con palabras de halago, o a veces, sencillamente recibir el primer aplauso de un espectáculo cuando uno ingresa al escenario a través del cual uno tiene la sensación que el público te dice “Sabemos quien eres, hemos venido a verte porque tenemos confianza en que nos darás lo mejor de ti para hacernos disfrutar de buenos momentos durante lo que dure el recital” o “No sabe usted cómo le aprecia mi madre, cada vez que suena un disco suyo por la radio, deja lo que está haciendo y no se despega del aparato hasta que el disco ha terminado”.
    Una de las sensaciones más intensas que he vivido recientemente fue en Alicante cuando canté en dos cenas de gala en la terraza del Castillo de Santa Bárbara, clausurando esta temporada lo que el Ayuntamiento de aquella ciudad ha dado en llamar cada verano “Las noches del Castillo”, una serie de cenas de gala con actuaciones musicales de diversa factura. Por la tarde, durante los preparativos, el esplendor del paisaje visto desde la terraza del Castillo estalla ante los ojos del observador como un mágico caleidoscopio irisando la soleada tarde con toda la gama de verdes, amarillos, rojos, contrastando con el azul total del mediterráneo en calma, como si de pronto el propio Joaquín Sorolla, por su camino del “luminismo”, expusiera ante mis asombrados ojos su obra cumbre. Por la noche la sensación fue inversa, como si toda la magnificencia del paisaje soleado de la tarde se proyectara desde el interior de mi hacia la noche estrellada. Arriba los astros infinitos y la inefable luna, y abajo el mar devolviendo en reflejos la vida de la ciudad abrillantada por cientos de bombillas encendidas. Parecía como si mar y ciudad se fundieran en un abrazo luminoso mientras el paisaje imaginado en la profundidad de la noche me sugería una insistente idea de paraíso ahí ante mis ojos absortos por tanta belleza.
    Las sensaciones se sucedieron a lo largo de toda la velada. Cada canción salía de mi voz volando directamente al corazón de cada comensal, auspiciadas todas por la magia de aquel entorno.
    Alicante, tierra blanca, mar profundo, gente sana, de corazón abierto al mensaje, a la poesía. No es extraño que esta tierra se pueble de caminantes y turistas de todas partes ni es extraño que toda la magia del paisaje estalle y se encienda en la “nit de Sant Joan” cuando las “fogueres” con sus lenguas de fuego volando hacia el cielo pretendan capturar estrellas para emular en la tierra por una vez el protagonismo estelar de la noche levantina.
    La gente se entregó al cantor en justa retribución por la entrega de aquel en cada poema, en cada canción. Al final la apoteosis de un sin fin de fuegos de artificio tan propios del levante español y aquel Castillo de Santa Bárbara parecía elevarse al cielo en cada explosión multicolor.
    Volveré a Alicante, prometo seriamente que siempre volveré a Alicante.
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