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CURIOSA ANÉCDOTA
    A finales del año 67 yo había grabado un disco bajo el título ‘El compositor, el cantante’, con canciones mías, entre otras El abuelo, Cuando un amigo se va, Mientras llueve, Carta a un artista. Para entonces había recibido una oferta para viajar a México a realizar unos programas de televisión llamados ‘Espectaculares Domeq’. Con Antonio Prieto, maestro de maestros en el escenario que por entonces vivía en Madrid, manteníamos una intensa amistad bajo el auspicio de una admiración mutua. Un buen día vimos anunciado a Armando Manzanero que actuaría en un centro nocturno de la capital. Antonio se apresuró a decirme que con Manzanero venía como manager-agente Héctor Almide. Antonio, sabiéndome desprotegido de agente o manager alguno, estableció los lazos para un encuentro, no con el fin de desplazar a Manzanero, sino para intentar integrarme al elenco de artistas que Almide manejaba.
    La reunión con cena incluida se llevó a cabo en nuestro apartamento. Después de la cena invité a los comensales a escuchar mi nueva y más reciente producción discográfica. Manzanero se sorprendió de que yo le cantara a los hombres y no a la mujer, como era de rigor en las canciones de la época. Es verdad, yo hablaba de un amigo, de mi abuelo, incluso una canción dedicada precisamente a Antonio Prieto titulada ‘Carta a un artista’. Le comenté a Almide sobre la peregrina oferta que tenía para ir a México y me dijo: “Yo me ocuparé de eso tan pronto llegue al DF”. En principio pensé que decía aquello con el fin de quedar bien con los anfitriones y nada más. Pues tres días después me llamó por teléfono para decirme que había conseguido el doble del dinero que me ofrecían originalmente, además de un pasaje en primera clase y por supuesto estadía con todo pago durante el tiempo que permaneciera en el país para realizar los programas. Puede el lector imaginar la alegría que aquello significó. El vuelo era por Air France vía París y New York.
    La firma Musak, dedicada a ofrecer música ambiental, dirigida por Jacques Roos, buen amigo, había hecho grabar algunas canciones mías instrumentalmente con el fin de que generaran para mí unos buenos derechos de autor. Pero volvamos a la anécdota inicial.
    Cuando llegó el gran día de mi primer viaje a México, en Barajas el avión de Air France a París sufrió un retraso de cierta consideración. Al llegar al aeropuerto de la ciudad luz, el cambiar de avión provocó otro retraso. La cuestión es que dicho vuelo por una causa u otra salió finalmente muy retrasado. El servicio de a bordo, magnífico, y así lo comentamos con mi compañero de asiento que resultó ser un poeta americano, al parecer de cierto renombre en su país. El vuelo entre París y New York fue relativamente corto gracias a la amena charla con aquel poeta. Al llegar a New York, el piloto nos advirtió que el trafico aéreo sobre el aeropuerto era muy intenso y que teníamos que esperar turno para aterrizar. El turno no llegaba y no llegaba, y no llegó. De pronto el comandante nos anunció que por falta de combustible aterrizaríamos para repostar en una base aérea militar de Connecticut. Efectivamente aterrizamos en aquella base y con el pasaje a bordo se repostó y salimos nuevamente hacia nuestro destino, New York. Al llegar, otra vez tuvimos que esperar turno y aún la espera duró más de una hora. Yo ya había perdido la noción del tiempo desde la partida de Madrid cuando finalmente pudimos aterrizar en el aeropuerto J.F.Kennedy. Los que continuábamos a México hubimos de abandonar el avión y en un autobús nos trasladaron a una sala de espera de la terminal, especialmente reservada para los pasajeros de air France. Aquí es donde se produce lo curioso de esta anécdota. Al descender del bus y entrar en la mencionada sala especial, me estremecí casi hasta las lágrimas, pues en el hijo musical que amenizaba aquella sala sonaba la versión instrumental de ‘En un rincón del alma’.
    Yo no podía creer que después de tantos retrasos el destino hubiera dispuesto justo ese instante para que sonara mi canción. No tenía a nadie a quién contarle lo que me estaba ocurriendo. Me dieron ganas de gritar a todo el mundo que mi primer paso en tierra americana lo di al ritmo de ‘En un rincón del alma’. Después de un refrigerio fuimos invitados a abordar el avión para continuar el viaje a México. Mi vecino el poeta había llegado a su destino lo cual alivió mi atención ya que el asiento adyacente quedó vacío y eso me permitió reflexionar sin interrupciones sobre lo vivido.
    ¿Cual sería el significado de aquello? Sólo un afortunado golpe de suerte totalmente oportuno... ¿o quizás una premonición? Me inclino a pensar en esto último, pues desde aquel primer viaje, México ha sido para mí como un talismán para el éxito, que es en definitiva lo que perseguimos quienes nos dedicamos a escribir canciones y cantar.
    El viaje desde New York a México se desarrolló sin novedad. Aterrizamos en el aeropuerto Benito Juárez pasadas las 4 y media de la madrugada, cuando el horario previsto era a las 20,30 del día anterior. Al pie del avión me esperaban Carlos Camacho, director de Gamma S.A. distribuidora y gestora de mis discos en aquel país, Oscar Mendoza, que aún se emociona conmigo cuando nos juntamos a recordar aquellos tiempos, y por supuesto Héctor Almide que confirmaba con su presencia que ya sería mi manager o apoderado durante los siguientes 11 años. Don Carlos Camacho vive aún dentro de una nebulosa que le ha borrado completamente la memoria. Eran tiempos pre-fundamentalismos terroristas cuando aún se podía recibir a los amigos al pie del avión.
    Después de los trámites migratorios y aduaneros nos trasladamos a la ciudad y me instalaron en el hotel Aristos, en plena zona rosa de la capital. Dormí desde mi llegada al hotel hasta más allá del mediodía. A poco de despertar sonó el teléfono, atendí y alguien muy excitado y tartamudeando me pedía que por favor no colgara y le permitiera explicarse. Traté de calmarle y ya más tranquilo me dijo que era el doctor Gustavo García Travesí, y que para él era imprescindible tener una inminente entrevista conmigo. Pensando en algo desconocido y probablemente grave lo cité para una hora más tarde. Llegó puntual y me encontré frente a un hombre de menuda estatura vestido con una bata blanca de médico. Nos saludamos y lo primero que hizo fue entregarme una carta, rogándome que la leyera más tarde.
    Le invité a tomar café y me contó haciendo un gran esfuerzo por controlar su nerviosismo, que más tarde comprendí que respondía a una admiración profunda hacia mi persona. A mí me costó mucho entender aquello, pues desconocía por completo que hubiera una buena distribución y difusión de mis discos en aquel país. La charla fue amena sobre mi trabajo con los poetas españoles del siglo de oro. Me contó que tenía una esposa llamada Nácar y un grupo de amigos estudiantes amantes todos de mi música y que si no tenía nada que hacer por la noche me invitaba a casa de uno de esos amigos a cenar y a hablar de poesía, en fin, a mantener una tertulia.
    “Pasaré por Ud. a las ocho si le parece bien”. Yo no tenía nada que hacer y aquello significaba un primer contacto con el pueblo de México y aquel hombre me inspiraba la confianza suficiente como para aceptar.
    A las ocho en punto se detuvo frente al hotel un vetusto Peugeot 204.
    Gustavo, Gus desde entonces, vino acompañado de Nácar, su esposa, una hermosa joven jovial y amable. Transitar en automóvil por la ciudad de México en el año 1969 era una gozada. La ciudad mostraba todo su esplendor, relativamente pocos coches en sus calles llenas de luz por los anuncios luminosos de centros de espectáculos, restaurantes y bares, lo que hacía presagiar una vida nocturna plena de sugerencias. Llegamos a un edificio de varias alturas y subimos a un determinado piso cuyo numero no recuerdo. Allí nos esperaban algunos muchachos todos acompañados y con pinta de estudiantes. Javier del Río, magnífico poeta, Alfredo Giovanelli, desde entonces entrañables amigos, Lalo, hermano de Gus, sensible a la poesía y el canto como su hermano, Pierre Fabreau. Pierre, francés ya recibido de médico y que también desde entonces fue como de la familia para mi y mi esposa, y al que hace un par de años un accidente de tránsito cegó su vida y nos lo arrebató en Madrid.
    Todos aquellos jóvenes como yo, sentados en ronda, me esperaban ansiosos. Después de las presentaciones de rigor me ametrallaron a preguntas casi en plan interrogatorio, tal era la necesidad de aquellos muchachos de saber de mí y de la poesía que yo traía. La cena fue una picada típica de estudiantes. El vino generoso, y surgió la guitarra y con ella la magia, magia que me acompaña desde entonces hasta hoy en mis constantes contactos con la gente de México. Cuando la madrugada anunció su presencia en los bostezos de algunas de las féminas, yo calculé que llevaba exactamente 24 horas en México y ya tenía una familia de amigos, que nunca me abandonaron desde entonces.
    Díganme si no debo pensar que aquello de New York no fue como una afortunada premonición. Yo creo que soy un privilegiado, pues desde el primer día que apareció México en mi vida, sin yo saberlo se convirtió en talismán para mí.
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