PIAF
París, con veintidós años, es mucho más que una ciudad llena de luz. Es una pasión que se desliza incontenible por el cauce de los sueños, arrastrando como un torrente las más elevadas ansias de vivir a todo gas, a todo fuego, a toda vela. París, con veintidós años, es un estruendo gigantesco de sensaciones en cada poro de piel firme y prepotente, salto felino y ancestral de los imposibles posibles. París con veintidós años es el corazón que se escapa, se va de ronda, insultante, pendenciero de luna y asfalto, asaltando sin mesura los buzones del amor para robar y robarse, paladín de la imprudencia, en cada roce, en cada mirada, en cada abrazo. París, con veintidós años, es la insumisión de la alegría, el exilio del orden, la bandera de la insensatez y la impaciencia, el perfecto desequilibrio entre la razón y la locura. Esto y muchas cosas más es París con veintidós años. ¡Ah, quién pudiera libar de la raíz a la copa la savia milagrosa del árbol del bien y del mal y recuperar la insolencia de los veintidós años en París!, ¡quién pudiera “faustizar” con el diablo, regalando todas las ventajas para recobrar París con veintidós años!, ¡quién pudiera!, ¡quién tuviera!, ¡quién supiera!
-“Mira lo que dice el diario. En el casino de Ostende actúa desde ayer, todas las noches, la orquesta “Lecuona Cuban Boys”, ¿qué tal si nos escapamos y vamos a bailar un rato con ellos?”.
-“¿Esta noche, por ejemplo?”, preguntó decidida Renée Govaerts, una hermosa joven lugareña con quien había entablado una linda amistad, sustentada por gustos afines como la poesía y la música. Pintora de vocación, era propietaria de una tienda de regalos en la calle Theofiel de Beckerstraat, nº 32, Aarschot, ciudad ubicada en el corazón de la provincia de Bravante, a unos pocos kilómetros de Lovaina en Bélgica. En la trastienda, entre otras cosas, tenía un piano que generosamente me dejaba castigar a diario para componer mis canciones.
Durante el viaje, desde Aarschot a Ostende, fuimos cantando a viva voz todas las melodías sudamericanas que conocíamos. Cenamos en el coqueto restaurante del casino. Promediando la cena, los muchachos de la orquesta empezaron a tocar mambos, guarachas y otras magias. Bailamos hasta el agotamiento. Ella derrochando gracia, y yo derrochando gimnasia. En uno de los descansos me acerqué al “backstage” para saludar a los músicos, todos ellos de origen hispano. Me presenté y constaté con asombro y alegría que aquellas personas me conocían. Mi nombre les resultaba familiar por mis grabaciones, muy difundidas en aquellos tiempos por las emisoras de radio belgas. Con el pianista del conjunto, Miguel Rivas, catalán residente en Buenos Aires, hicimos muy buenas migas. Me prometió una visita con el fin de presentar a mi consideración un tema de su autoría, con la esperanza de que lo incluyera en mi repertorio y de ser posible lo grabara en mi próximo disco.
Regresamos a Aarschot de madrugada, agotados de tanta pachanga y felices, sobre todo por haber ganado nuevos amigos. Unos días después Miguel llegó con su canción “La escalera” y quedé prendado de la obra. Un mes más tarde la grabábamos en los estudios Decca de Bruselas para Moonglow Records.
Por aquellos días en “l’Ancienne Belgique” de Bruselas, una sala de Music-hall muy prestigiosa, se presentaba Edith Piaf. No sé cómo se las ingenió, pero mi amiga, la regalera, consiguió entradas para asistir a uno de sus recitales. Sorprendente lugar, l’Ancienne Belgique era, ignoro si lo sigue siendo, como un teatro, pero en lugar de butacas tenía largas mesas sin interrupción de una punta a la otra del salón, tanto abajo como en los balcones superiores.
Al llegar nos sirvieron algo de beber, poco después se apagaron las luces y sólo quedó iluminado el escenario. Por un costado del telón, sin palabras ni fanfarrias previas, apareció la enfermiza figura menuda de Piaf y el recinto estalló en una ovación tan estruendosa como interminable. Ella, con su vestido negro sin ningún relieve, zapatos sencillos de calle, peinada, por decirlo de alguna manera, como de entre casa, apenas maquillada y con aquellos ojos de haberlo visto todo, observaba emocionada el fervor de la gente y con una tenue sonrisa agradecía la bienvenida. Caminó con dificultad hacia el centro del escenario mientras se abría el telón y comenzaba a sonar un acordeón. Entonces estalló el silencio y aquel insignificante ser, desprotegido y doliente, comenzó a entonar palabras de amor, “Les mots d’amour”. Juro por lo más sagrado que jamás había oído cantar de aquel modo. La conmoción se dibujaba en la cara de la gente, en la inmovilidad de la gente, en la respiración contenida de la gente. Aquello era un rito y el recinto, un templo. Sentí que se cruzaban mis cables y de pronto me hallé llorando poseído de un sentimiento incontrolable, como la mayoría de los presentes. Debo remarcar que por entonces yo ni conocía las canciones de Piaf, ni hablaba jota de francés. El recital duró algo más de una hora, pero en mí, el recuerdo de aquella noche perdura vivo e intacto.
Jules Nijs se convirtió en mi agente artístico desde que fuimos presentados por los responsables de Moonglow Records. Jules Nijs tenía la experiencia de representar a Rocco Granata, cantante italo-belga, autor de “Marina”, canción que había alcanzado en aquellos años las más altas cotas de popularidad en el mundo entero. En 1960 yo tenía veinte años y cualquier peripecia, circunstancia o suceso era una fiesta, porque a esa edad lo que está siempre de fiesta es el corazón. Jules estaba seguro que con mi estampa y mis condiciones como cantante, conquistaríamos los Estados Unidos con relativa facilidad. Viajamos vía Canadá porque como buen agente que era, había conseguido un contrato para actuar en un centro nocturno de Hamilton, Ontario, The Silhoutte Club, durante dos semanas, en donde gané amigos, mi primera experiencia en escenarios americanos y un dinero interesante como para afrontar sin agobios la aventura americana. De Hamilton saltamos a New York, ciudad que me deslumbró hasta consumir mis asombros. Jules tenía buenos contactos y no los desperdició. Pruebas, elogios, palmadas en la espalda y la coincidencia de los empresarios en que mi lugar estaba en Hollywood, es decir, en el mundo del cine. Ésta es la manera más elegante, expedita y práctica que tienen los agentes artísticos neoyorquinos para sacarse de encima a los novatos que no les interesan.
De mi primera estadía en aquella fantástica ciudad, recuerdo una inolvidable velada en el legendario Madison Square Garden, en donde Archie Moore defendió con éxito su título de campeón mundial de los pesados, contra un italiano del que no recuerdo su nombre.
Para los que hemos nacido en el sur del mundo, la nostalgia suele ser una compañera infalible aunque a veces altamente comprometedora.
Antes hice mención puntual de mi amiga Renée Govaerts. Pues bien, ese sentimiento de amistad manipulado por la nostalgia se fue transformando en algo que tenía que ver con el amor y la pasión. Sentí que la amaba y ardía en deseos de tenerla a mi lado. Obedeciendo al corazón más que al sentido común, le pedí que viajara de inmediato a reunirse conmigo en New York, antes de partir hacia la costa oeste. Podría contar una infinidad de detalles sobre esta situación, por ejemplo, dudas de cómo justificar la aventura ante sus padres, trámites y qué sé yo cuántas cosas más, pero sería desviarme de mis intenciones en este relato. Tres días después llegó en punto a Idlewild, que así se llamaba el actual aeropuerto Kennedy, y dos días más tarde volamos a Los Ángeles. Allí sucedió lo mismo que en New York. Pruebas, elogios, palmadas y poco más, salvo una variante que vale destacar. Uno de nuestros contactos era un señor que ejercía de agente en la G.A.C., General Artist Corporation. Cuando le visitamos, nos recibió en su imponente despacho y enseguida demostró vivo interés por mi presencia física, tanto que nos propuso para al día siguiente una prueba en unos importantes estudios cinematográficos. Hablando de sí mismo con harta autoestima, entre otras muchas cosas nos dijo que él personalmente se ocupaba de los asuntos del gran actor Gregory Peck y que si yo respondía a sus expectativas, también se ocuparía de los míos y haría de mí una gran estrella. Salimos de allí pletóricos de entusiasmo con la seguridad de haber dado con la persona adecuada, en el lugar adecuado. Nos acompañó hasta la calle y antes de despedirnos nos invitó a cenar esa misma noche, a modo de preámbulo para el gran día de la prueba. Asistí con mi “fiancée” y cuando me vio con ella dio unilateralmente por terminada mi futura y brillante carrera como nuevo “latin lover” del cine americano. Creo que la anécdota no merece comentario alguno ya que quien esto lea deberá sacar sus propias conclusiones. Para redondear este episodio de mi vida, debo decir que regresé a Los Ángeles casi treinta años después y no precisamente a chapotear en esos charcos si no a ofrecer recitales en un teatro de postín, grabar discos con Bebu Silvetti y disfrutar de la hospitalidad y la bonhomía de mis amigos los Liberal, los Arra, los Kauderer y otros.
Dios aprieta, pero no ahoga. Justo cuando nuestras reservas económicas empezaban a flaquear recibí una llamada de París, desde donde Ted Moura, Président Directeur Général de Président Disques, reclamaba mi presencia para grabar en francés “La escalera”.
Mediaba el año 1961 cuando me instalé en un modesto hotel de la Rue Pierre Semard con el fin de iniciar mi aprendizaje del francés. Dos profesoras dispuestas por la disquera, una por la mañana y otra por la tarde, se ocuparían de enseñarme el idioma de Voltaire en el tiempo que fuera necesario.
Jean Broussolle, integrante del prestigioso grupo “Les Compagnon de la Chanson”, ya se ocupaba de traducir y adaptar las palabras de “La escalera” y escribir los textos de las otras canciones escogidas.
Président Disques no era una firma discográfica de gran renombre, pero sí muy dinámica, al igual que la editorial Editions Amour. Con la familia de Ted, gente muy cálida, hicimos muy buenas migas, tanto con su esposa Monique como con sus dos hijas, niñas aún. Por su parte, Jean Broussolle y los suyos me acogieron en el seno familiar al igual que a un hermano. Estas premisas contribuyeron a borrar de mi mente la falacia de Los Ángeles y a pasar seis meses maravillosos en el París de los veintidós años que menciono al comienzo de esta historia.
Cuando los responsables de la producción consideraron que mi francés ya estaba a punto, llevamos a cabo la grabación con arreglos de Raymond Lefebre y Paul Moriat. Todos los profesionales que habían participado de la operación quedaron satisfechos con el resultado y se proyectaron ambiciosos planes de promoción de los que participé activamente y encantado. Me llevaron por las principales ciudades francesas presentando el disco en emisoras de radio y de televisión, haciendo alarde de mi recientemente adquirido dominio del francés. A pesar de la intensa difusión, el disco no terminó de cuajar en el gusto de la gente y lo que se presumía un “tube”, es decir, un éxito de ventas, no lo fue. La inversión económica para todo el operativo había sido importante, y Ted Moura no era de los que bajan fácilmente los brazos. Siguió buscando afanosamente nuevos caminos y fórmulas de promoción. Creía en mí y no cesaba en su empeño de convertirme en un hombre famoso. Solía decir:
-“Si lo conseguimos en París, el mundo será nuestro”.
Un día me llamó por teléfono al hotel y me dijo:
-“Ponte lo mejor que tengas y vente conmigo. Vamos a ver a Piaf, le presentaremos Notre Escalié”.
Supuse que la invitación era otra de las múltiples gentilezas que Ted tenía para conmigo, ya que sabía de mi enorme admiración por Piaf. Presto me dispuse a acompañarle. Conocer personalmente a Edith Piaf y en su casa era una quimera, un sueño tan lejano que parecía imposible. Durante el trayecto en su poderoso Porsche, Ted me confesó sus verdaderas intenciones. Al parecer a la cantante le gustaban los hombres jóvenes y bien parecidos. La excusa era presentarle “La escalera” para que la incorporara a su repertorio, mas si Piaf se fijaba en mí y me “adoptaba” como ahijado, el camino hacia el triunfo sería coser y cantar. Me sentí incómodo con la revelación de Ted y estuve a punto de abandonar en el siguiente semáforo, pero la tentación de hablar con ella fue más fuerte que mis escrúpulos. Llegamos a su casa en el Boulevard Lannes y nos recibió enseguida.
A pesar de ser una mujer relativamente joven, en aquellos momentos tenía cuarenta y siete años, su aspecto era el de una anciana. Su físico denotaba señales inequívocas de una vida intensa. Desde que su madre la parió en pleno “trottoir”, delante del número 72 de la Rue Belleville el 19 de diciembre de 1915, hasta el día de su entierro, el 14 de octubre de 1963, la vida de Piaf fue una constante tragedia. Víctima de amores perdidos o imposibles, de desengaños, de ingratitudes, de duros accidentes y dolorosas enfermedades, terminó siendo huésped habitual en el infierno de la morfina y otras calamidades.
- “Dis Ted, qui est ce beau gars qui vient avec toi?”.
- “C’est un jeune chanteur argentin plein de talent... un talent fou dirais-je!”.
Ted le propuso escuchar “La Escalera”. Cuando comenzó a sonar la música, tuve la sensación de que aquella “mòme” flotaba en el aire. Era tal su concentración que si en ese momento nos hubiéramos marchado, no se hubiera dado cuenta. Su comentario al terminar de escuchar el disco no fue particularmente entusiasta:
- “Pas mal. T’a une belle voix, petit. La chanson me plaît et on va la revoir a la rentrée”.
Siguió una breve charla y antes de despedirnos me animé a preguntarle algo que me había llamado mucho la atención desde la primera vez que la vi en “l’Ancienne Belgique”. Le pregunté cuál era la razón por la que en todas sus presentaciones salía al escenario con un vestido negro de una simpleza casi religiosa, precisamente ella que por ser quién era, podía darse el lujo de ser vestida por los mejores modistos de Francia.
-“Mírame bien”, dijo, “soy pequeña, lo que tuve de bella se quedó en el camino, sólo me resta un poco de voz y el corazón entero para seguir cantando. ¿No te parece que es mejor mostrar el contenido interior que el continente exterior?”.
-“Ecoute bien, mon petit, si quieres que la gente solamente escuche tu canto, procura que no tenga motivo para distraerse juzgando tu ropa o tus anillos por bellas o valiosos que sean. Mírate en el espejo de Ives Montand. Entre el público y él, solo hay una camisa, un pantalón y su enorme talento”.
Cuando abandonamos su casa, tuve la impresión de haber estado hurgando en el mismísimo corazón de París.
Al poco tiempo un nuevo amor ocupaba los interiores de Piaf y la primera página de los periódicos. Theo Sarapo, un hombre joven de origen griego y con muy buena planta, sonreía entre sus brazos en todas las fotos. Ella aseguraba que éste era el definitivo y más grande amor de su vida. Se casó con él y la gente pensó que se trataba de un “gigolo” quien oficializado por la boda le birlaría los últimos cuartos y la utilizaría como plataforma de lanzamiento para alcanzar su estrellato particular a cambio de un poco de ternura. La “foule” no cree en los amores de una mujer mayor y famosa, con un joven bien parecido. Siempre sospecha un interés paralelo a los afectos. Un año después de aquella última boda, Edith Piaf murió en su casa del Boulevard Lannes, allí donde nos recibió y adonde tuve la suerte de conocerla personalmente.
-“Le 14 octobre 1963, Paris a pleuré Edith Piaf. Quarante mille personnes se bousculaient au cimetière de Pére Lachaise. Son enterrement a été comme sa vie, fou”.
Al día siguiente, su amigo Jean Cocteau también era llevado a su última morada y Francia perdía a dos gigantes de la cultura casi al mismo tiempo.
Theo Sarapo fue el heredero universal de Edith Piaf. Los derechos discográficos, autorales y cinematográficos fueron a parar a su bolsa. Eso confirmaba las sospechas de la “foule”. La imagen de un joven arribista, inescrupuloso aprovechador, se extendió como un reguero de pólvora por todo el mundo en el nombre de Piaf y la gente durmió tranquila. Una vez más había pasado lo de siempre, es decir “lo que sin falta sucede con los artistas, esos seres díscolos, inestables y disolutos, que en nombre del amor justifican los peores desmanes”. El silencio del griego era como una ratificación de estos tópicos. Sin embargo, algunos años después Theo Sarapo volvió a ser noticia de primera plana en los periódicos. Se había suicidado. Sobrevivió hasta agotar la “fabulosa” herencia recibida de su mujer, es decir, una lista interminable de deudas. Theo Sarapo, en silencio, las fue pagando como pudo, una tras otra, y así hasta dejar totalmente limpio el sagrado nombre de su amada. Cuando hubo liquidado la última se quitó la vida. ¿Para qué la quería si no podía compartirla con el único y definitivo amor de su vida, Edith Piaf?
A veces el periodista perito en superficialidades se detiene a preguntar el por qué de mi sempiterna vestimenta negra sobre el escenario, es decir, un pantalón y una camisa como único “equipaje”. Pues bien, ya sabe quien se interese por estas cosas, de dónde he recibido la sugerencia. No me arrepiento de haber seguido el consejo de mirarme, al menos en estos asuntos, en el talentoso espejo de Ives Montand.
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