EL NIÑO Y EL CORDERO
Éste es un relato de una tarde de invierno en la ciudad argentina de Neuquén, mientras el vino acariciaba los recuerdos y aportaba calor para estirar un lienzo donde Marcelo Berbel, con el pincel de la admiración y la amistad hacia mi persona, dibujaba esta insólita historia. Así contaba Marcelo.
María y Alejandro fueron mis amigos desde que la vida nos puso frente a frente. Matrimonio ejemplar, amigos donde los haya, siempre dispuestos a airear nuestras mutuas soledades con la feliz costumbre de los encuentros esporádicos en el altar sagrado de los afectos. Amigos de estrecharnos pecho a pecho en abrazo fraternal cuando el camino y el azar programaban la magia de la reunión. Alejandro, arriero y de los buenos, trasegando ganado a Chile y con el auspicio de su natural austeridad había acumulado el suficiente dinero para vivir sin sobresaltos. Un buen día, cansado de tanto arreo por los peligrosos pasos de la cordillera, decidió ponerle llaves al camino y se compró un pedazo de tierra por los pagos de Zapala y en esa tierra construyó su casa. María y Alejandro, desde que se conocieron, se amaron como se ama la gente entera y cabal, es decir, “de a deveras”. Desde el día mismo de la boda fue su objetivo el trofeo más preciado del amor, es decir, un retoño que completara armonizando con ellos la alegría del hogar y lo buscaron con ilusión. Al principio esperaban anhelantes la conclusión de cada luna, pero la tan ansiada semilla no germinaba y no germinaba. Lentamente empezaron a sentir los azotes del desengaño, pero aún así no cesaron en su empeño. Persistía la pareja en buscar con denodado entusiasmo el hijo que viniera a “desoledar” las soledades en aquellas montañosas regiones. Finalmente tanto empeño dio su fruto y María comenzó a sentir en su cuerpo la deseada presencia de un nuevo ser. Marcelo en una jornada de caza atinó a pasar por la casa de María y Alejandro y participó de su alegría y hasta prometió apadrinar al nuevo ser cuando llegara, si los padres así lo quisieran.
Aquel invierno fue de los más crudos que los más viejos del lugar recordaban. Nevadas interminables, ventiscas implacables y un vivir siempre adentro sin asomarse siquiera al blanco infierno exterior. María en su casa cuidaba su embarazo con celo y prudencia, tejiendo, destejiendo y volviendo a tejer el ajuar para su hijo. Alejandro, por su parte, suplía las necesidades aportando leña seca y recorriendo los prados nevados camino del pueblo, en busca de la vitualla necesaria para sobrevivir.
Un buen día dejó de nevar y un rayo de sol se asomó tímidamente a la ventana. María, hastiada de tanto encierro, decidió abrigarse bien y salir un momento al patio a tratar de aprovechar aquel milagroso y tan añorado rayo de sol, aunque Alejandro no estuviera en casa. Al pisar el patio aún nevado lo hizo con tan mala suerte que resbaló y cayó de espaldas en la nieve. Su vientre de siete meses le impidió incorporarse enseguida y tuvo que girar sobre sí misma y sostener su embarazo sobre la nieve para encontrar algún apoyo y recuperar la verticalidad necesaria para volver a entrar en la casa.
Cuando regresó, Alejandro la reprendió severamente por aquello, aunque comprendió y hasta justificó las ansias de María y la cosa terminó con risas por la ridícula postura que había tenido que soportar la mujer para ponerse en pie.
Dos meses después la primavera comenzó a colorear de verde las praderas y la esperanza de futuras cosechas. “Año de nieves, año de bienes”, dice el refrán. Fue de madrugada cuando María sintió que había llegado el momento. Alejandro salió como un poseso en busca de la partera. Al rato regresó y ambas mujeres hicieron su trabajo a la perfección. El resultado, un niño de unos tres kilos y medio. Alejandro no cabía en si de la alegría. Cuando la partera le permitió entrar en el cuarto no cesaba de besuquear la frente de María dándole gracias a ella y a Dios por el advenimiento de su hijo. La partera certificó que era un niño robusto y sin defectos aparentes. Pasadas las primeras emociones convinieron que el niño se llamaría Alejandro, como su padre.
Varias horas después del parto María comenzó a observar que si bien el niño con su boquita se aferraba al seno materno y se alimentaba normalmente, no movía ni los bracitos ni las piernas, solamente mamaba cuando María le acercaba el pecho, y por lo demás era un bebé inmóvil.
Esa noche María comentó con su esposo lo que había observado y ambos estuvieron junto a la cuna tratando de descubrir si la criatura hacía algún movimiento, y nada. Apenas terminó de amanecer Alejandro llamó al médico del pueblo.
Cuando éste llegó, típico medico rural, héroe anónimo de mil batallas contra los elementos y la falta de medios, revisó minuciosamente al pequeño y a su juicio no encontró nada anormal salvo que aquél era un niño inmóvil. Aconsejó una visita a la capital de la provincia con el recién nacido, pues la opinión de un pediatra especialista sería seguramente más certera que la que podía ofrecerles aquel pobre médico de pueblo, como él mismo se denominaba. Esperaron dos o tres días observando siempre al pequeño, y finalmente, bien envuelto en paños adecuados, partieron los tres hacia la ciudad de Neuquén, en donde los esperaban un par de especialistas muy interesados en el caso, pues según la información que habían recibido por teléfono del médico rural era un caso algo diferente a lo habitual y por lo tanto bastante “curioso” y, en consecuencia, muy interesante. Los doctores auscultaron al pequeño Alejandrito, le hicieron todo tipo de pruebas neurológicas y llegaron a la conclusión de que aquello escapaba a toda la ciencia que ellos poseían y que sería conveniente recurrir a instancias más elevadas. Alejandro sintió un gran desasosiego cuando los galenos reconocieron su fracaso y rompió a llorar inconsolablemente. Conmovidos, los doctores prometieron gestionar para la pareja y su hijo una cita con los más calificados profesionales en Buenos Aires.
Allí fueron con su niño María y Alejandro aferrados a lo que jamás perderían, la esperanza. Al llegar a este punto Marcelo interrumpió el relato para darle oportunidad al mozo del bar a que abriera otra botella de vino.
-“Díme, Marcelo”, argüí, “tú me anunciaste la historia de un niño y un cordero y hasta ahora mismo sólo has hablado de tus amigos María y Alejandro y de su hijo, pero nada has dicho sobre del cordero”.
-“Calma, muchacho”, sentenció Marcelo, “que ahora viene la segunda parte del asunto”.
Pasaron dos o tres años años de estos aconteceres, durante los cuales, por mis ocupaciones profesionales que incomprensible y automáticamente siempre anteponemos a nuestras ocupaciones sentimentales, no tuve contacto con mis amigos de los pagos de Zapala, incluso alguna partida de caza incidental derivó por otros rumbos.
No puedo precisar, prosiguió Marcelo, de quién recibí noticias acerca de aquellos aconteceres con un niño inmóvil y del fervor de aquellos padres, de mis amigos María y Alejandro, por recuperar a su hijo en plenitud, pero el caso es que la recibí. Conmovido me sentí obligado a visitarles, pues la indiferencia nunca ha sido culto de mi devoción y menos aún la ingratitud y el olvido. Habían pasado como tres años desde que estuve con ellos por última vez, cuando María confirmó su embarazo. Me propuse pues encontrar el tiempo necesario para hacerles una visita y un buen día sin más, encaminé mi vieja camioneta por la ruta en dirección a Zapala. Cuando divisé el rancho de María y Alejandro me estremecí y aquella sacudida me supo a remordimiento. Ellos, con razón, tendrían derecho de reclamarme fidelidades, incluso a no permitirme entrar en su casa, pero la gente en mi tierra es mucho más noble que nuestras urgencias, obligaciones e indeseados olvidos y, como siempre, me recibieron con los brazos abiertos como si el tiempo no hubiera pasado entre nosotros. Mientras me apeaba de la camioneta en el patio vi a un muchachito de unos dos o tres años que jugaba con un cordero, lo montaba, lo desmontaba y el animalito sumisamente se dejaba hacer, corrían juntos, jugaban juntos a la escondida, una vez el niño y otra el cordero se escondían, y cuando se descubrían el pequeño se moría de la risa y el cordero balaba y retozaba como si también riera divertido correspondiendo a la risa del muchacho. Si el niño se movía hacia un lado u otro, el animal lo seguía sin perderlo de vista ni un instante. Aquello me sorprendió sobremanera, pues si esa conducta tiene una cierta lógica cuando se trata de un perro, desde luego no la tiene entre un cordero y un ser humano, por eso mientras tomábamos unos mates pregunté por aquella extraña “amistad” entre el niño y el animalito.
Alejandro, con un dejo de melancolía, dijo, “Vos sabés Marcelo con qué ilusión buscamos y esperamos a nuestro hijo y vos sabés también la fiesta que fue para nosotros su nacimiento, fiesta que se convirtió en angustia cuando nos dimos cuenta de que María había parido un hijo inmóvil. Hemos buscado y rebuscado sin éxito en la ciencia la solución al problema. Aquel peregrinar de médico en médico, de ciudad en ciudad, llegó a convertirse en una obsesión dramática, a medida que las soluciones de la ciencia se alejaban más y más a pesar del enorme esfuerzo de todos.
Pero, efectivamente, Marcelo, ese muchachito que ves ahí afuera es Alejandrito, nuestro hijo, y es evidente que el niño de inmóvil no tiene nada. Así es, Marcelo, ése es mi hijo y te contaré lo que pasó y espero no agobiarte con esta historia”.
Al llegar a este punto Marcelo rellenó una vez más su copa y la mía y prosiguió con la historia.
-“Ahora, compañero, debemos retomar el final de la primera parte de la historia”.
Dejamos a María, a Alejandro y a su niño en Buenos Aires en manos de la ciencia superior. Después de análisis y experimentos de todo tipo, al igual que los médicos de Neuquén, los de Buenos Aires también se declararon inoperantes ante un caso tan raro. Desolados por este nuevo fracaso los desanimados padres emprendieron el camino del regreso a Zapala y el de la resignación.
La zona en donde María y Alejandro tienen su rancho y su casa es una zona cuya población alberga un elevado porcentaje de indios mapuches, incluso una bisabuela del propio Alejandro perteneció a ese pueblo.
Lo que sigue es tal y como Alejandro me lo contó, incluso intentaré utilizar sus mismas palabras.
“Un buen día llegó a pedirme trabajo una familia de mapuches, quienes enterados del problema me sugirieron que visitase a Ña Carmen, una curandera que según la creencia popular hacía milagros.
Consulté la idea con mi mujer y ambos convinimos que ya no teníamos nada que perder y que cualquier intento valdría la pena, siempre que nos renovara la esperanza de lograr la normalidad de nuestro hijo. Ensillé mi caballo y a galope tendido recorrí las varias leguas que separan nuestro rancho del de Doña Carmen, enclavado al pie de un cerro en plena cordillera. La mujer me recibió amablemente y enseguida le conté mi problema; ella me escucho muy atenta y sin más me dijo, “por lo que me cuenta me parece que es un ‘enfriao’ ese muchachito”.
Sorprendido pregunté, ‘¿un “enfriao’, qué es eso y cómo debe entenderse lo que Usted dice, señora?
“Seguramente”, dijo Ña Carmen, “durante la gestación la madre anduvo en la nieve desabrigada y el feto se enfrió. No es muy común, pero suele pasar , y por lo que me cuenta estoy segura de que su hijo es un enfriao”.
“¿Y qué solución puede haber para esto?”, pregunté anhelante. “Si usted quiere, señora, le traigo al niño y a la madre para que usted los vea”.
“No”, dijo sonriendo la curandera, “no hace ni falta que vengan. La cosa no es fácil, pero si está dispuesto a hacer lo que yo le diga, su niño en poco tiempo se empezará a mover y se volverá un chico normal”.
“Estoy dispuesto a hacer todo lo que me mande y a pagarle lo que me pida”, le dije con énfasis.
“No, amigo”, dijo Ña Carmen, “esto no es cuestión de plata, sino de fe y de decisión para hacer lo que le tiene que hacer. Primero, cuando llegue de vuelta a su casa, cave un pozo de unos tres o cuatro metros de profundidad por un par de metros de ancho, después busque entre su ganado una oveja vieja y preñada, de ser posible en avanzado estado de gestación, la lleva al lado del pozo y con su daga más afilada abre el vientre de la oveja, le retira todas las tripas y en su lugar coloca al niño desnudo, después cose el vientre del animal con el niño adentro y deposita la oveja con niño y todo en el fondo del pozo. Procure que la costura sea raleada para que no le falte aire a la criatura y pueda respirar. Tape el pozo con un lienzo cualquiera y allí lo deja durante unas cuarenta y ocho horas. Después de ese tiempo, retire la oveja del pozo, abra la costura y saque al niño de allí, lo envuelve con una manta mapuche y se lo da a su madre, que no debe lavarlo hasta un día después”.
“Yo no daba crédito a lo que oía, pero al mismo tiempo la fama de aquella mujer y la firmeza con que hablaba y el tamaño de mis ansias eran tales, que ahí mismo tomé la decisión de hacer lo que la curandera me aconsejaba. Monté a caballo y a galope duro regresé dispuesto a realizar aquello”.
“Al llegar a mi casa, sin decir nada a María, comencé a cavar un pozo de las dimensiones sugeridas por Ña Carmen. Busqué luego entre mi rebaño la oveja preñada, procurando que fuera vieja y próxima a parir, la arrimé y até a un costado del pozo, desenvainé mi facón y de un certero tajo abrí el vientre de la bestia, metí las manos en el interior del animal y vacié totalmente el vientre abandonando los despojos a un costado del sacrificio con la intención de limpiarlo todo más tarde. Entré en la casa y saqué de la cuna a mi niño, le quité las ropitas y desnudito lo deposité en el vientre ya vacío y caliente de la oveja. Con una aguja de cocer sacos de cereales cosí sin ajustar demasiado los puntos. Cuando terminé con gran cuidado deposité la oveja con su carga humana en el interior del pozo y con mi poncho lo cubrí todo.
Como usted sabe, Marcelo, soy hombre de costumbres sencillas y normas de conducta estrictas en el respeto a la naturaleza y a sus criaturas, por eso todo aquello me resultó traumático y más aún cuando le expliqué a María lo que había hecho.
Ésta no daba crédito a lo que oía y enseguida quiso correr aterrada a rescatar a su hijo de donde estaba, mas yo, con toda la ternura que soy capaz de sentir y manifestar, la convencí de que no lo hiciera, que aquello era inofensivo, y que habiendo probado ya tantas cosas sin resultado alguno, el intentar esto era un opción más que no debíamos descartar, ya que al fin y al cabo sólo serían algunas horas y si todo salía mal no sería el fin del mundo, pero si aquello saliera bien podría ser el principio.
Como es de suponer, los dos días y sobre todo sus noches fueron de alta tensión para nosotros. A la mañana siguiente de la primera noche, me levanté un poco más temprano que de costumbre y fui a retirar los despojos y enterrarlos para evitar la presencia de caranchos y otras aves carroñeras. Cuando me disponía a levantar todo con una pala y retirarlos, noté que algo se movía entre el triperío. Efectivamente, entre el revoltijo de los interiores de la oveja asomó tímidamente la cabeza de un moribundo corderito que apenas respiraba. Conmovido por aquella inesperada aparición, recogí el neonato animalito y corrí a la casa. Allí con María lo limpiamos y le dimos de inmediato leche tibia, improvisando una mamadera con un dedo de un guante de goma que el corderito bebió con fruición. Pensé que no iba a vivir, mientras me apretaba en el pecho un cierto remordimiento por haber extraído a aquel ser inocente del vientre vivo de su madre. El corderito bebió una y otra vez del dedo la nutritiva leche y poco a poco comenzó a realizar los movimientos propios de quien quiere ponerse de pie. Ayudado por María y por mí, con la torpeza propia de un animal recién nacido, el corderito lo logró. Evidentemente todo indicaba que el animal había resistido a la tremenda agresión de su anormal nacimiento. María y yo nos felicitamos de haberlo salvado. Parecía mentira pero aquel ser había sobrevivido al parto provocado contra natura. Para nosotros, Marcelo, aquello fue como una premonición, una premonición que renovó el tamaño de nuestra esperanza.
Cuando se cumplieron las cuarenta y ocho horas ordenadas por la curandera, María y yo corrimos hasta el pozo, ella con la manta mapuche en sus manos que había heredado de su abuela. Yo retiré el poncho que cubría el agujero y de inmediato procedí a retirar la oveja del seno donde estaba. Nervioso descosí el vientre inerte del animal y con manos temblorosas retiré el niño del interior y se lo di a su madre quien lo envolvió de inmediato con la manta. Entramos en la casa y buscamos la cuna, y allí, envuelto en la manta mapuche, depositamos al pequeño. Oímos un balido y vimos con asombro que el corderito ya puesto firmemente en pie balaba al lado de la cuna.
Siguiendo las instrucciones de Ña Carmen, esperamos aún veinticuatro horas sin quitarle los ojos de encima para limpiar al bebé. Pasado ese tiempo, María amorosamente bañó a su niño y arropado adecuadamente lo acostó en la cuna cubriéndolo con una fina sábana para evitar la presencia de insectos y posibles corrientes de aire que pudieran lesionar al pequeño, y nos dispusimos a esperar. Esperar, siempre esperar. Esperar había sido nuestro sino desde que nos conocimos. Pasaron algunos días y el niño, bajo nuestra celosa observación, continuaba completamente inmóvil. Al cabo del quinto día de haber sido liberado del vientre de la oveja, María creyó observar un leve movimiento en el bracito derecho de la criatura. Felizmente alarmada me llamó y a partir de ese momento la vigilancia de ambos fue aún más exhaustiva y minuciosa. Al rato, vimos un ligero movimiento en el brazo izquierdo y en la piernita derecha y el efecto se fue haciendo más y más evidente. Efectivamente nuestro niño, largamente inmóvil, había comenzado a moverse. Poco después abrió los ojitos y por nuestra emoción hasta creímos ver en su rostro el esbozo de una sonrisa. Ambos, María y yo, caímos de rodillas y con las manos juntas en señal de oración dimos gracias a Dios, a Ña Carmen y a todos los santos, ya que finalmente el milagro se había consumado. Abrazados lloramos esta vez de alegría, después de tanto llanto amargo mientras a nuestro lado el corderito no cesaba de balar.
Esta es la historia, querido Marcelo, y la razón de que veas corretear por el patio y por tus asombros a esos dos seres felices y compañeros que lo serán mientras la muerte no los separe”. Marcelo, al llegar a este punto del relato, no pudo reprimir un hondo suspiro mientras sus ojos y los míos se volvían brillantes como gemas por la lágrima accidental y emotiva.
“No creas”, me dijo Marcelo, “que esta emoción que siento ahora mismo es cosa de viejo nostálgico, no, nada de eso, y para demostrarte que no es así te acepto otra botella de vino para aligerar esa carraspera extraña que siempre nos provoca la emoción”.
Se abrió la enésima botella y la charla derivó por otros derroteros.
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