EL ESCARABAJO DE ORO
La amistad, esa forma incondicional del amor, esa manera de ser uno con la piel de otro, como diría Yupanqui, se manifiesta de formas diversas y, a veces, curiosas. Además del clásico saludo, el apretón de manos o el abrazo cordial, soberana, instala su trono en los vehículos más insólitos para recorrer los infinitos caminos de su reinado. La cuestión es conseguir como objetivo el llegar al preciso encuentro de dos seres previsto en el gran libro del destino y ejercer su bendita autoridad en el alma de los escogidos. Pero, ¿qué es la amistad? A juicio de quien esto escribe, es la forma de amor más auténtica que el ser humano puede generar en su alma, porque es la única sin condicionamientos. Por ejemplo, el amor que asiste a la formación de una pareja, genuino y profundo, es un amor comprometido a las excelencias o a los fracasos de la actividad sexual. También a otros réditos afines como puede ser el nacimiento del primer hijo que origina la muerte de la pareja como tal, para dar nacimiento a la familia. El amor compartido entre dos seres debe distribuirse de otra manera cuando llega un tercero a exigir su cuota, y se quiera reconocerlo o no, se produce una merma de atenciones mutuas para dedicarlas al primogénito. Los amores filiales, maternales, paternales o fraternales, por profundos que éstos sean, responden a una memoria cromosomática a la que comúnmente llamamos herencia sanguínea o lazos familiares, que de alguna manera condicionan la relación amorosa a ser una relación no escogida libremente. El amor a la naturaleza, a los animales, a la patria y a las cosas, puede ser intenso y definitivo, pero siempre será sucedáneo, que por serlo no deja de ser auténtico y digno de dedicarle incluso la vida. Sucedáneos, porque son amores vocacionales subordinados a valores más intelectuales que viscerales como el altruismo, la piedad, la tradición, la nostalgia o la moral.
A diferencia de los mencionados, el amor que se siente por un amigo viene del fondo de uno mismo y trae consigo la resurrección de la inocencia que creíamos perdida en favor de la sabiduría. Esa inocencia nos provoca una inequívoca sensación de entrega total. Naturalmente, en el dorado espacio de la niñez es cuando este sentimiento alcanza su vuelo más alto. Por eso la amistad provoca sacudones en el alma cuando parece que nos devuelve al niño que todos llevamos dentro. Por supuesto, hablo de la amistad en términos ideales. Es obvio que estos conceptos, como los valores que los provocan, no son unánimes ni compartidos por todo el mundo. Para los materialistas, la amistad es un estorbo, un coqueteo de sentimentales, una debilidad, una distracción de los quehaceres propios de las personas prácticas y productivas, es decir, aquello que tiene que ver con lo estrictamente material. Para los arribistas, es un mágico puente colgante a través del cual se consigue llegar a la orilla de los privilegios que producen beneficios de todo tipo. Esta actitud es propia de políticas confusas generadas por seres confundidos. Seres cuya única consigna es afilar adecuadamente los codos, endurecer al máximo las facciones de la cara y suspender el ejercicio de la ética, si es que la tienen en cuenta alguna vez. Cualquier atisbo de inspiración bucólica deberá someterse a las disciplinas de la demagogia y de la “chupamediez”. La más corriente es la amistad que se produce por obligación. Como todas las que no son auténticas, es una amistad menor. Digamos que es una forma de familiaridad más que un sentimiento, que se expresa a través del compañerismo, la complicidad por requisito, las necesidades, la convivencia y otras razones por el estilo. Para conservarla en buen estado sólo es preciso un poco de higiene mental, entiéndase: respeto, tolerancia y, naturalmente, paciencia.
En España, la palabra amigo se preserva con cierto celo. Los españoles no la regalan con facilidad porque saben que encierra un compromiso de alto riesgo para la salud espiritual. Allí, cuando alguien te considera su amigo, es porque te ha entregado incondicionalmente el corazón, sin exigirte el tuyo a cambio. No eximo con esta afirmación la existencia de traidores, que los hay en todas partes, pero digamos que allí resulta más fácil identificarlos. Para los asuntos que tienen que ver con el trato cotidiano, es decir, la convivencia, la cordialidad, la relación de intereses, incluso la elegancia como comportamiento social, se utiliza el término “amiguete”. Un amiguete es alguien a quien se puede tener en cuenta u olvidar sin poner en tela de juicio las buenas maneras. Se puede poner o quitar su nombre sin pena de una agenda, y es más, cuando se muere un “amiguete”, la tristeza que produce su deceso se resuelve enviando una corona para quedar bien con la conciencia de uno, con la sociedad de uno y con la familia del difunto. Hay muchas y muy acertadas definiciones de la amistad en el mundo de la literatura. A mí me parece particularmente hermosa la de Jorge Guillén, agradeciendo la bienvenida que le diera nuestro inolvidable Tito, Don Ramón de Zuviría, rector que fuera de la Universidad de Bogotá al llegar el poeta a su exilio colombiano. Dicen que Guillén decía:
-“Amigos y nadie más, el resto: la selva”.
Es posible que el lector se pregunte a esta altura del relato qué diantre tendrán que ver todas estas elucubraciones alrededor de la amistad con un escarabajo de oro. Es tiempo de aclarar misterios. Al comenzar estas páginas, mencioné los vehículos insólitos que con frecuencia utiliza este sentimiento para recorrer sus caminos, y el escarabajo de oro es precisamente uno de esos vehículos.
Hace muchos años, cuando fui contratado para actuar por primera vez en la ciudad de Guayaquil, me invitaron con fines promocionales a un programa de televisión que sucedía al mediodía llamado “El Show de Bernard”, cuyo presentador y responsable de la producción era un tal Bernard Fougères, francés afincado en el Ecuador. Nos unió nuestro mutuo amor a Brel, a Piaf y a Brassens. La brevedad de mi estancia impidió extender el regocijo de compartir la poesía de aquellos “monstruos” de la “chanson” francesa. Al siguiente año regresé y otra vez las urgencias contractuales hicieron valer su protagonismo y nos impidieron disfrutar las preferencias comunes. Sin embargo, sí nos alcanzó el tiempo para que Bernard me contara sus aficiones. Una de ellas, la de coleccionar insectos que él mismo atrapaba en expediciones organizadas para ese fin a remotos paisajes, y la otra, digna de un verdadero francés, la afición a la buena mesa. Aseguró ser un excelso “chef de cuisine”, aunque sólo cocinaba para los amigos. Su especialidad “la soupe a l’oignon á la façon du Marché de Paris”. Con el agua en la boca tuve que partir y como la vez anterior quedamos obligados para el próximo viaje.
-“Te prometo la mejor sopa de cebollas que hayas probado en tu vida. Aprovecharé además para mostrarte mi colección de bichos, entre los que tengo un escarabajo de oro”.
François Govaerts es belga y vive en Lovaina, ciudad con una universidad de postín y el “Hotel de Ville” más bello del mundo. François Govaerts además de ser belga, vivir en Lovaina y ser el hermano de mi esposa, colecciona insectos. En cierta ocasión me habló de un legendario escarabajo de oro, preciadísima pieza de dudosa existencia real. Al parecer este insecto goza de un enorme prestigio entre los “bichólogos”. Son muy pocos y de reputación cuestionable los que aseguran haberlo visto alguna vez. Para mi cuñado era sin duda una quimera, algo así como el vellocino de oro o las minas del Rey Salomón. Por eso cuando Bernard en Guayaquil me dijo que tenía uno, me quedé con la “mouche a l’oreille”, es decir, intrigado, y esa intriga me impuso como prioridad sin excusas, el acudir en la siguiente visita a la casa de tan singular personaje, no sólo para degustar sus especialidades gastronómicas sino también para ver el dichoso escarabajo de oro. Al año siguiente cumplimos con el ritual de la acostumbrada entrevista en el Show de Bernard y como siempre fue muy grato el reencuentro.
-“Perdón Alberto, pero mi casa no es muy grande y si viene mucha gente nos sentiremos incómodos”.
Le prometí que sería discreto y que sólo asistiríamos mi pianista Tino Géiser, mi representante Omar Lauría y yo. Al terminar la actuación salimos por la puerta trasera del Hotel Continental y caminamos las escasas cuatro cuadras que distaba el apartamento donde Bernard vivía y vive aún, en la avenida costera frente al río Guayas. Quien nos haya visto andar apresurados, evitando la claridad de las farolas, pasada la medianoche, pendientes de que nadie nos siguiera, seguramente habrá pensado que se trataba de tres fugitivos buscando guarida. Al doblar la última esquina distinguimos “en la penumbra vaga”, una fila de cuatro automóviles Mercedes Benz negros frente al edificio adonde nos dirigíamos y un grupo de unos cinco o seis hombres de traje oscuro, corbata oscura, anteojos oscuros, seguramente operarios de una profesión no muy clara que digamos. Al llegar a la puerta nos detuvo uno de ellos, armado con una pequeña metralleta, y nos obligó a identificarnos. Obedecimos atemorizados sin comprender lo que estaba pasando. Aquel hombre, finalmente, después de consultar con alguien a través de un walkie-talkie, nos acompañó hasta el ascensor, marcó el segundo piso y cerró la puerta. Bernard nos recibió visiblemente contrariado por la inesperada presencia del mismísimo presidente del Ecuador, el Almirante Alfredo Poveda. Rectifico, presidente de la junta militar que en esos momentos gobernaba de facto el país. Le acompañaban cuatro espléndidas señoras y Raúl Cobián, “Tanguito”, seguramente responsable de aquella inesperada presencia.
-“Merde, merde et remerde”- refunfuñaba entre dientes el dueño de casa- “Il n’était pas invité. Qu’est’ce qu’il fait içi ce Monsieur là avec sa cour?”.
-“Perdóname, hermano”- dijo Tanguito- “pero el señor Presidente quería conocerte. En el hotel me dijeron que habías salido y supuse que estarías aquí”.
Después de las presentaciones de rigor, Bernard prácticamente nos arrastró a Tino, a Omar y a mí a la cocina.
- “Venez les amis, on va gouter ce que je fais pour vous et m´eme s’il s’agit du President du pais, s’il veut manger ma soupe à l’oignon, Il devra le faire comme nous, içi à la cuisine”.
Por aquellos días la familia de los Fougères la integraban Bernard, su esposa Eveline, sus dos hijas, Michelle y Soledad, y Bugs, un robusto conejo albo con algunas manchas grises que deambulaba libremente y sin apuros por las distintas estancias del apartamento. Decorado con buen gusto, dispone de salón comedor, sala de música y lectura, bar en cuyos estantes hay una generosa muestra de latas y botellas de cerveza del mundo entero, cocina, sala de aseo y un par de ventanas con balcones que dan al río. Los dormitorios y demás servicios están en el piso superior o inferior, no lo sé con certeza.
La cocina es estrecha y larga. Seguramente práctica para cocinar, pero no desde luego para que cuatro personas adultas, es decir, de cierto volumen, se reúnan allí, de pie para zampar en secreto una exquisita sopa de cebolla, mientras en el salón los convidados de piedra apuraban sus respectivos whiskies conversando con Eveline y Soledad. A poco de comenzar nuestra degustación de manera tan poco ortodoxa, de seguro atraído por los efluvios que emanaban de la cocina, sonaron unos tímidos golpes de nudillos en la puerta y en seguida, asomando, el señor Presidente solicitaba con humildad si le dejábamos compartir aquella delicia. Bernard de inmediato le preparó una buena taza y a partir de ese momento fuimos cinco los pobladores de aquel estrecho laboratorio de exquisiteces. Por cierto, Bernard por un lado se salió con la suya. “Si el Presidente quiere comer mi sopa de cebolla, tendrá que hacerlo en la cocina”, y nosotros también, pues además de corroborar la maestría del anfitrión en asuntos culinarios, atesoramos una buena anécdota para recordar. No todos los días uno tiene la ocasión de comer una sopa de cebollas con el Presidente de un país, de pie y en un lugar que por ser demasiado estrecho no es apto para esos fines. Una vez satisfecho nuestro apetito, casi gula, por aquella especialidad tan dilatada en el tiempo, reclamé el cumplimiento de la segunda promesa, la de mostrarme el escarabajo de oro.
- “Je reviens tout de suite”.
Efectivamente regresó enseguida trayendo entre sus manos una pequeña caja como las que se utilizan en las joyerías para guardar anillos o pendientes. Como profesional de la televisión, sabe muy bien como crear expectativa y manejar los tiempos. Buscó el lugar más iluminado del recinto, convocó alrededor suyo a los presentes y lentamente comenzó a abrir la caja. Cuando lo estuvo del todo exclamó dirigiéndose a mí:
-“Voilá ton scarabée d’or”.
Todos nos quedamos sin habla. Ante nuestros ávidos ojos relucía un insecto de aproximadamente un centímetro de largo, por algo menos de ancho, totalmente dorado, brillando como si fuera verdaderamente de oro. Un capricho maravilloso de la naturaleza que nunca termina de sorprendernos. Al asombro siguió el relato de su captura. Nos habló de cómo lo había conseguido en el Darién panameño, explicó la técnica que había utilizado para disecarlo, el orgullo que sentía por su posesión, lo mucho que le costaba desprenderse de él y la emoción que sentía al ofrecérmelo como signo precioso de nuestra ya consolidada amistad. Nos abrazamos para confirmar el sentimiento recíproco y la noche siguió su camino hacia la madrugada. Nos llevaba en sus alas, flotando con ella en los sentires más hondos de Jacques Brel cuando le grita a la muerte: “j’arrive” y de Edith Piaf recordándonos: “qu’elle ne regrette rien”. De a ratos Tanguito entonaba a capela un tango para nuestro júbilo y el del señor Presidente, fanático de la música de Buenos Aires. En Guayaquil las noches son cálidas, y el Guayas un río de ida y vuelta. Por las mañanas se va y por las noches regresa impulsado por un curioso juego de mareas. A través de las ventanas abiertas, el alba se asomaba decidida. El señor Presidente saludó a todos y se retiró. En ese momento sonaba en el tocadiscos la voz arrabalera de Piaf desgarrando el terrible texto de “Les blouses blanches”. Apoyada en uno de los balcones, Soledad acariciaba al conejo Bugs entre sus brazos al tiempo que observaba el paso de un barco que se deslizaba sobre el Guayas rumbo al mar. Abajo, en la calle, una mujer con un vestido largo de toalla color verde lechuga paseaba su perrito, y a su lado un joven hacía su gimnasia matinal. Debajo del balcón en donde Soledad y su ternura acariciaban a Bugs, un vagabundo de esperpéntica figura, asfixiado de miseria y alcohol, emitía sonidos a través de un peine tratando de imitar el de una trompeta, seguramente esperando una propina de “esos ricachones que todavía andaban a esas horas por ahí”. Mientras todo esto sucedía al mismo tiempo, una caravana de cuatro Mercedes Benz negros con matrículas oficiales se ponía en marcha llevando en su interior al señor Presidente del país y a su noctámbulo séquito. En el bolsillo de mi chaqueta, el escarabajo de oro.
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