EL AHORCADO
Daniel es un tipo aprensivo y temeroso del dolor y la muerte. Ello lo hace susceptible a pasar miedo en los aviones. Cuando toca viajar en ellos, ocupa siempre un asiento con ventanilla y desde ella vigila atentamente cada nube y cada movimiento del aparato, bien si sube bien si baja. Cuando alguna turbulencia de aire limpio, como suele suceder algunas veces, sacude un poco el avión y sus habitantes, nos mira a todos como si fuera él el causante de la sacudida y afirma que “estamos ante una situación de alto riesgo” que a posteriori da motivo para largos y alarmantes comentarios sobre los peligros de la aviación cada final de viaje.
El otro día, antes de salir del aeropuerto de la ciudad de México hacia Cancún, escuchó en un informativo de televisión que sobre el Golfo de México había un ciclón llamado Larry. Antes de embarcar nos predijo que el vuelo sería terrible por la presencia de aquel fenómeno. Nos dijo que había estudiado la ruta y que, indefectiblemente, debíamos interceptarlo durante el viaje y no estaba del todo seguro que el piloto supiera y pudiera evitarlo. Despegamos sin novedad y sin novedad aterrizamos suavemente sobre la pista del moderno aeropuerto de Cancún. Mientras esperábamos la entrega de equipajes se mostraba feliz, porque según él con su celosa vigilancia había conseguido salvar aquel espantoso obstáculo atmosférico y nos había depositado ilesos y tranquilos en nuestro destino. El viaje de la estación aérea hasta el hotel Calinda, en plena zona hotelera, es decir, en el corazón de la ciudad, fue una cadena de asombros al comprobar como aquel incipiente microcentro turístico que yo había conocido veinticinco años atrás con apenas dos hoteles hoy es una macrourbe supermoderna con cientos de hoteles de ensueño como emergentes de las mil y una noches.
Por mis dimensiones físicas, cuando para nuestras giras se hacen las reserva de hoteles se advierte la necesidad de contar al menos con una habitación provista de una cama grande de las denominadas “king size" para mí. En la recepción del hotel Calinda nos dijeron que no disponían de camas "king size", pero que las camas eran todas de matrimonio, grandes, cómodas, y que mi humanidad seguramente no tendría problemas para acomodarse en ellas. Javier, mi asistente, y yo lo fuimos a comprobar y efectivamente las camas eran razonablemente cómodas y decidí entonces aceptar la oferta. Mientras tanto los responsables de nuestra presencia en Cancún y, por ende de las reservas, protestaban enérgicamente ante el director del hotel por haberlas aceptado sin advertir de la ausencia de habitaciones con camas "king size". El director, ante tal acoso, dijo que el hotel solamente disponía de una única habitación con aquel tipo de cama, pero que hacía mucho tiempo que permanecía clausurada, sin dar explicaciones de por qué razón no se utilizaba, pero que si era necesario, excepcionalmente, la abrirían para contentarme. Informado del asunto dije que ya me había instalado y que no era necesario cambiar. La habitación le fue otorgada entonces a mi apoderado Daniel.
Daniel, quien además de ser un entrañable amigo es mi manager o agente artístico o apoderado o como quiera llamársele, es un personaje muy especial. Cinéfilo empedernido, su ”filia” le viene desde la infancia, pues es hijo de un propietario que fuera de una sala cinematográfica, lo que le permitió desde muy temprana edad ver tantas y tan variadas películas que se convirtió en un experto en la materia, es decir, un cinéfilo casi fanático que posee por derecho propio una amplia cultura en este sentido. Además es hombre de excelente memoria para retener nombres de actrices y actores y escenas específicas de casi toda la inmensa cantidad de producciones que vio a lo largo de su vida. Aceptó con regocijo la habitación con aquella gigantesca cama seguro de perderse en ella y entregarse a un merecido y maravilloso descanso en aquel paraíso a nivel de mar, después de soportar estoicamente las insufribles alturas de la ciudad de México en donde dormir a gusto para el viajero accidental es un lujo. Tan pronto supo que aquella habitación había estado clausurada desde hacia mucho tiempo, su inquieta y cinematográfica imaginación lo incomodó, y sonsacando información al personal del hotel, le dijeron entonces que el cuarto en cuestión había sido cerrado por orden policial pues en él se había suicidado un señor apenas un par de meses atrás. Sorprendido, indagó detalles del asunto y le confirmaron que aquel suicida se había colgado de una viga del techo de la habitación utilizando como herramienta una fina media femenina. Al parecer aquel hombre, de pie sobre la cama, ultimó los detalles de su particular patíbulo y dando un salto quedó colgado del cuello y muerto. Al escuchar el relato de los hechos, el rostro de Daniel se fue transformando hasta alcanzar la dimensión de un rictus bastante parecido al terror. Cometió enseguida el error de comentar el suceso con todos nosotros, sus compañeros, que impíos no perdimos la oportunidad de incrementar generosamente su aprensión a lo desconocido, recordando títulos de cintas cinematográficas con temáticas afines a este suceso conocidas popularmente como películas de miedo o de terror. Después del concierto en el teatro, durante la cena en un afamado restaurante de la ciudad, las bromas sobre el ahorcado se sucedieron ampliando en muchos los manifiestos temores de Daniel a dormir en aquella habitación. Fernando Badía, el pianista, le asustaba asegurando que en la oscuridad, mientras dormía, le despertaría una cara con la lengua afuera llamándolo por su nombre con una voz ronca rogándole que lo liberara de aquella media femenina que la mantenía colgada. Daniel rogaba que no siguiéramos con esas bromas porque no le resultaría fácil dormir en aquellas condiciones. Por supuesto que tanto nosotros como el propio Daniel encaramos aquello con humor, negro, pero humor al fin y cabo, y en esa tesitura nos manifestamos. Su aparente preocupación desató una gran hilaridad en todos los comensales y la risa desenfrenada hizo presa de nosotros hasta el dolor de estómago.
Resumiendo, el pobre Daniel, atemorizado por nuestras conjeturas, no sólo intentó dormir con todas las luces encendidas más la televisión, y al no conseguirlo, temeroso aún, terminó asociándose al delicioso calor nocturno de la playa tropical adonde pasó la negra noche del ahorcado abandonando su gigantesca "king size" para dormir en un nada confortable camastro de playa, hasta que el poderoso sol del Caribe lo obligó a refugiarse hasta la hora del desayuno en aquella que desde entonces conocemos todos como la siniestra habitación del ahorcado.
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