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NIÑO PIJO EN SANTO DOMINGO
    He recibido de mi amigo David Gómez Rosado, la siguiente crónica que tanto por su redacción como por su contenido he creído conveniente incluirlo en la sección Relatos de mi página como una colaboración especial.

    Alberto Cortez

    NIÑO PIJO EN SANTO DOMINGO

    - "¿Y la guagua cómo se para?"
    - "No te preocupes mi amol ... ella te para a ti."
    - "¿Y la dirección cómo se distingue?"
    - "Ya te digo que te lo harán notar. El control no está en tus manos."
    Casi por arte de clarividencia, una pequeña vagoneta (y recalco lo de pequeña), con el típico parachoques de barrotes reforjados por razones más allá de los ornamentales, saltaba varias pistas como si justificándolas para acercarse a nosotros (utilizando con ahínco ese variopinto lenguaje de
    bocina que es moneda corriente)... Todos los coches privados en la periferia, intuyendo que la guagua había detectado nuevas presas, empezaron a seguir su liderazgo en una sinfonía acompañante de sus propios bocinas.
    Como aves de carroña nos gesticulaban para que cogiéramos sus coches, supuestamente más rápidos y/o más baratos... Eso nunca lo sabré pues mi guía involuntaria hizo un fruncido en su dirección y soltó una frase seca "Esos ... NO". La guagua aproximándose a toda velocidad no indicaba más señal que un letrero en el parabrisas deletreando: "Cristo es el Camino" que a primera vista, quizás influenciado por sus botes entre bache y bache,
    malentendí como "El Camino esta hecho un Cristo".
    De la vagoneta siempre cuelga "el chico" que anuncia las paradas. Este en particular, gritaba ya desde lejos agarrado a la vida con una sola mano: "parque doce, doce, doce, parque doce, vamos, vamos, vaaaaaaamos"... El mensaje en código debió ser descifrado con éxito pues sin pensárselo dos veces la chica interrumpe su explicación y salta a cogerlo en marcha sin que sus tacones de aguja sirvan de mucho impedimento. El gesto de su mano propone que la imite, y tras esquivar un par de gallinas callejeras en mi camino, casi sin darme cuenta como, soy introducido en un espacio no más grande que un Ford Fiesta con18 personas ya dentro (Por razones que pronto habré de descubrir, a este formato de guagua se la conoce como "voladora" o "huye-huye") El chico nos recibe con un "¡Ayyyyyy siiiii! ¡Échale seboooolla!" en clara alusión a las proporciones gastronómicas del trasero en mi acompañante accidental. Esta ni se inmuta a sabiendas que habrá de repetir semejantes celebraciones con cada mujer veinteañera que entre en el vehículo. Yo descubriré no sin cierto rubor que el trato es equitativo por parte de ellas: "¿Te han dicho alguna vez que esa calva te va bien mi amol?".
    Enseguida cojo el tranquillo, la gente se mueve en un juego forzado de sillas para que puedas acceder al rincón más libre. Como no existe pasillo (espacio demasiado preciado y utilizado para la ocupación de varios asientos más), esta operación requiere el movimiento de media docena de personas que colaboran al unísono. En esas condiciones, toda operación es un acto de comunidad... El dinero se lo pasas al del enfrente que se lo pasa al siguiente pasajero y éste al otro, y así hasta el conductor, que además de conductor es cobrador... El cambio te llega de la misma vía: mano a mano. Existe una solidaridad ejemplar. Las paradas se indican a gritos y son los mismos ocupantes los que aconsejan unos a otros el mejor momento para saltar (así es como se dice "apear" en dominicano). La pequeña vagoneta lucha por llegar antes que las docenas de competidoras a los puntos de encuentro... Muchos marcados por paradas de autobús "tradicionales" pero la mayoría tan solo designadas por sabiduría popular.
    Las guaguas van tan rápido como cualquier otro coche... Pero al tener un centro de gravedad más alto, las curvas son apreciadas de manera especial. Quizás el merengue machacón que surge del estéreo las hace más llevaderas... Es como si aplacase al personal que aun con la cara enfrentando la del vecino por apenas un muslo de distancia, logran mirar hacia el infinito mientras rebotan de arriba a abajo llevando el ritmo de ambos la música y los socavones en la carretera. Cuando el conductor, que además de conductor y cobrador es disc jockey, cambia el ritmo a la bachata popular de"Obsesión", la gente entrecierra los ojos y con sonrisas melancólicas se dejan caer todos al unísono en quizás similares recuerdos de amores pasados, presentes o futuros. El estribillo repite: "Pura crema y chocolaaaate, untarte y devorarteeee, voy a haserte carisias que no s´an inventaaao". La ruta entonces se convierte en un viaje surreal. Un grupúsculo de humanos hacinados sin queja ni lamento dentro de la unidad más indivisible de trayectoria linear en la física cuántica del tráfico dominicano.
    Aprovecho los efectos sedativos de la bachata para apoyar mi barbilla en mi mano y mi codo en la ventana abierta... Los colores y olores de Santo Domingo zumban hacia a mí. Coches de un lujo inalcanzable incluso en Europa torean otros (también inalcanzables en Europa por motivos jurídicos) reconstruidos a partir de los desechos de los primeros, a golpe de martillo (o de parachoques) y, creí ver, cinta adhesiva. La polución se encuentra en su estado salvaje en esta ciudad al no haber depredadores legislativos en su hábitat natural. Este es el reino de los coches... Propiciado por un entorno muy al estilo de Los Ángeles donde sólo los destituidos caminan. ¿He mencionado que en Santo Domingo, al igual que esa ciudad todo se puede hacer desde el coche? Comida, banca, transacciones de todo tipo servidos desde las ventanillas de las tiendas sin tenerse que bajar del vehículo... Superan incluso a los norteamericanos en conveniencia, pues hasta las bebidas alcohólicas se pueden comprar y consumir mientras se conduce ... Eureka, creo que he descubierto la teoría unificadora de su física cuántica.
    Percibiendo que la creciente densidad de edificios indicaba proximidad a mi destino céntrico... pregunto mi parada. Una vez corre la voz de que no conozco mi destino, la mitad de los pasajeros confabulan amablemente para que no pierda la bajada. Cuando al final hago así, se me quedan todos mirando con cierta curiosidad incrédula... Soy el único caucásico en coger una voladora en mucho tiempo. Me sorprende pues el bajo coste de la montaña rusa (seis pesos dominicanos, o veinte céntimos de Euro) claramente justifica cualquier riesgo de muerte.
    Llego al centro de la ciudad: La "Ciudad Colonial" (como al parecer sólo la conocen los turistas y los mapas para ellos), construida por mis antecesores en 1498... La primera en este "nuevo mundo" con miles de años de antigüedad.
    Antes de llegar a las ruinas de los responsables de que este país caribeño esté poblado por ocho millones de afro-hispanos (mal contados me advirtieron, tras explicar que la cifra no ha cambiado en veinte años al no haber dinero para volver a hacer el censo) hay que pasar por la calle más comercial de Santo Domingo: El Conde. El Conde hay que entenderlo desde una perspectiva comercial latino-norteamericana. Aquellos que han paseado el barrio de La Misión en San Francisco, el centro de Los Angeles, Jackson Heights en Queens, o la calle 125 en Harlem... quizás atisben a imaginar esa mezcla de artículos de oro plástico hechos en China, comida rápida (y normalmente frita) vendida en establecimientos del tamaño de un cuarto de baño decorado por spray de colores, y música pirateada invadiendo la calle desde cada esquina... entremezclados con todas las multinacionales norteamericanas habidas y por haber: Pizza Hut, McDonalds, Burguer King, Baskin Robbins 31, etc.
    Me fascino ante la capacidad de las multinacionales de abrir "sucursales" perfectamente indistinguibles no importe el país donde se encuentren. Quizás la única diferencia, es que aquí tienen guardia con escopeta de cañones recortados en la puerta (y se asume que es guardia por su instrumentación y no por su atuendo).
    Aquí es donde veo los únicos turistas europeo-norteamericanos... la mitad de ellos en una edad aproximando la de un abuelo típico, al brazo de una muchacha oscura en una edad aproximando la de una nieta típica (obviamente no la del primero). Un puñado apenas, en un mar de gente de lo más variopinta. Los estratos sociales más abandonados entremezclándose entre los estratos sociales de reloj de oro y móvil japonés.
    Me tomo un café en un sitio sacado de alguna canción de Buena Vista Social Club... Irónicamente, varios niños descalzos (cuanto más oscuros, menos vestimentas llevan) tratan de sacarme brillo a mis zapatos de ante gastado con expresiones de "tío, que es mu barato ... venga tronco que son solo cuatro pelas"... Cuando estratégicamente digo "No, thank you", cambian sin pestañear su tonada: "c´mon dude, the damage is not even gonna cost´ya a couple of pennies".
    Visito la pequeña pero bella catedral, ¡La primera en América!... y como la de Sevilla, orgullosa de tener enterrado a Cristóbal Colón (que ha debido de reencarnar varias veces para poder atender tal demanda de enterramientos).
    Pasando de largo con escaso interés los pocos restaurantes de alto nivel (iguales en todo el mundo)... decido adentrarme en la ciudad "de verdad". Allí donde los turistas son aconsejados no adentrarse.
    Tomo la Avenida Duarte (El "Padre de la Patria") y me sumerjo en el mundo sin multinacionales... Caos…
    Así que esto es la complejidad que desde el cuarto de estar resumimos como "tercer mundo" me explico a mí mismo mientras trato de filtrar información entre el derroche de color, sonido y olor... Es apabullante. Barberías en la calles (y las llamo barberías porque cortan el pelo sobre una silla), costureros en la calle, doctores en la calle, todo en la calle... Decido inmunizar mi estómago con una vacunación de agua de coco... recién abierto con machete por un sonriente desdentado (lo que me hace descartar el zumo de esta fruta como remedio eficaz contra la caries) al que le tomo una foto por el mismo precio del vaso. Pasados unos minutos sin retortijones, mi valentía toma confianza y me compro una pasta de plátano y carne envuelta en hoja del primero. "Pastel" lo llaman.
    La maresma de gente decide por mí hacia donde tengo que ir... Busco con desasosiego dónde tirar los restos de mis consumiciones, pero tras varías manzanas sin papeleras, y vencido por las convulsiones dolorosas de mi estómago (en este caso la vencida vino a la segunda) hago como los romanos y tiro la basura a la calle encima del resto que forma parte del perfume de la ciudad. Sigo andando, absorto por los negocios abiertos al aire libre... desde almacenes de millones de huevos blancos con un hombre adormilado en una silla como único dependiente, a almacenes de motores de coches apilados en montañas con un hombre adormilado en el suelo como único dependiente.
    El merengue es experiencia intrínseca de la calle dominicana... el ritmo no cesa de calle en calle, la canción parece cambiar pero no se nota apenas al entrelazar sus ritmos de cadencia persistente unos con otros. Las letras son parecidas y cambian solo de eufemismo: De "plátano maduro" a "cremita caliente" a "pollito bueno". Me pregunto si tal insistencia subliminal pueda ser causa de la superpoblación. Hipnotizado por la descarga sensorial... apenas me doy cuenta que llevo horas de camino y que empiezo a salir a la periferia de la ciudad... De repente empiezo a notar pequeños detalles diferentes: la música ya no suena. Ahora los gritos son más sórdidos. La alegría innata de la gente empieza a cambiar por acciones ariscas, ásperas... de hecho, ya no es la misma gente... ya no hay tanta risa, ya no hay tanto colorido en el ropaje, de hecho ya no hay tanto ropaje. Miro el mapa... estoy saliéndome de él, pero decido llegar al borde de la Avenida Duarte para girar en lo que se llama Avenida de los Mártires. Los anuncios hechos a mano prometen entre faltas ortográficas el "gran mercado nuevo"... "Ah, qué interesante" pienso... y sigo andando.
    Hmmmm. Aquí ya no hay coches nuevos. De hecho ... aquí ya no hay asfalto.
    Me doy cuenta que por falta de aceras, estoy andando entre carros y motos y vagonetas todos reconstruidos con chapa y cartón, todos soltando humo negro. Hmmmm
    Aquí los niños ya no sonríen. De hecho... arrastran trabajosamente carros de basura "relativa" con letreros de "bueno, bonito y barato".
    Hmmmm. Este olor ya no es nada que yo reconozca.
    De hecho... este olor es intolerablemente nauseabundo. Ni siquiera mis memorias olfativas del barrio de curtidores de Marrakech llegan a perturbarme tanto.
    Giro la esquina y el "gran mercado nuevo" se abre ante mí.
    Un espacio como cuatro estadios de Santiago Bernabéu se extiende en todas direcciones. Las esperpénticas construcciones en estado de colapso (¿mercado nuevo?) sobresalen en un tumulto informe de gente, basura, animales, basura, vehículos, basura.
    Miro mis pies y noto que me deslizo en un barro negro, con restos de tripas de cerdo, picos de gallo y ojos de vaca nadando en líquido emponzoñado. Tropiezo literalmente con osamentas arrancadas de reses acumuladas por docenas, y para no rozarlas me topo con otra montaña de barro negro y mandíbulas de varios tipos de seres muertos. Tengo el corazón en un puño, y el estómago en el otro. Trato de apartarme del "mercado", pero el tráfico caótico de motos, motoretas y transeúntes me sigue empujando hacia sus entrañas. Me meto en un barrizal y choco con jamelgos famélicos abandonados en el agua infecta hasta sus rodillas, con heridas abiertas, con costillas sobresaliendo fuera de la piel. Perros con incluso peor aspecto los merodean transformados en hienas hambrientas... Hombres casi en huesos, compiten con ellos mientras hurgan en los restos flotando. Me doy cuenta con horror que esa agua es la misma que empieza a calar mis calcetines, miro hacia dentro del mercado... (indescible, por lo que no lo describiré)... y por primera vez siento miedo. Miedo de verdad. Me doy cuenta que definitivamente no pertenezco a este universo... Sus moradores hace rato que se han dado cuenta de lo mismo. Noto que soy observado por un círculo periférico de docenas de personas... No sólo soy el único blanco (algo a lo que me acostumbré viviendo en Singapur o paseando semanalmente por el Bronx cuando residí en la vecina Manhattan) es que ya soy el único con zapatos de lazos, reloj de pulsera y ropa de marca... para colmo llevo en el bolsillo un bulto con forma de cámara fotográfica (que hace tiempo retiré no solo por seguridad sino ya por pudor ajeno) y en mi mano una bolsita de plástico muy mona transparente con los últimos éxitos del merengue en "compact disc". En todo el vecindario dudo que haya máquina que los pudiese tocar. Para empezar: no hay tendido eléctrico... Para terminar: no hay infraestructura de agua, alcantarillado, gas o cualquier utilidad inventada desde que llegó Colón.
    Empiezo a pensar que la experiencia ha sido muy constructiva, educativa y formativa... pero que para mi propia tranquilidad (y quizás la de ellos) he de regresar del sexto al tercer mundo donde sienta un poco menos desasosiego. Y rápido. La falta de un trazado urbano reconocible me confunde, tomo el giro equivocado...
    ... y me adentro más.
    La "avenida" (por llamar así una rambla ancha de lodazal pútrido) desemboca en un valle... Miro abajo, hasta un horizonte doble y vertical, en forma de cuña abismal que apenas las dioptrías de mis gafas pueden enfocar a ver su final. Es un océano... Un océano gris de chabolas en cascada unas encimas de otras.
    Estoy en medio de las favelas de La Zurza frente al río Isabela.
    Apocalipsis. Now.
    En ese momento, con la curiosidad transformada súbitamente en tristeza, terror y casi pánico ante lo "demasiadamente desconocido", aprieto los dientes, me calo la gorra a nivel de los ojos para ocultar su apariencia desencajada, me yergo un par de centímetros más alto de lo que me dijo el último examen médico, trato de sudar hacia dentro (perspiración tántrica) y con paso seguro solo en apariencia, doy la vuelta y me abro paso ante gente ya claramente interesada por el nuevo visitante pasando dos veces por la misma piedra.
    No sin cierta vergüenza de mí mismo por temer la realidad... cuento los laaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaargos minutos en llegar al primer anuncio de "Disfruta Coca-Cola". ¡Casa!
    Este dantesco descenso en la humanidad más desesperada que he presenciado en mi vida (y no he estado todavía en Calcuta, pero mundo... he visto mundo) con nada que envidiar a las imágenes televisivas que estuve observando sobre Liberia apenas hace unas semanas, realmente logró afectarme. La diferencia es que estas escenas eran en 3D, devolvían la mirada y olían a carne putrefacta.
    Demasiado "realístico" para mi limitada percepción occidental. Yo dándomelas de hombre viajado y descubro que soy todavía un niño pijo... Aún me queda recorrido. Aún me queda humildad por conquistar, preguntas por contestar: ¿fue mi miedo producto del prejuicio?, ¿de reconocer la verdad?... ¿o sentido común que no debería de serlo?
    Tardé una hora en alcanzar alguna parte de la ciudad donde yo pudiera asirme a referencias urbanas tales como desagües, postes eléctricos, señales de tráfico, nombres de calle... Incluso el subirme en una vagoneta sin parachoques, matrículas ni tubo de escape con una docena de jornaleros sudorosos ya me parecía de la más normal y cotidiano. Fue como relajarse entre amigos... "amigos" estupefactos por mis respiros de alivio repetidos cada pocos minutos.
    Las varias horas que tardé en regresar a la zona donde resido, las pasé perdido en mí mismo... pensando lo mucho que algo dentro de mí ha crecido en tan poco tiempo. Creo que tardaré bastante más en medirlo, o incluso reconocerlo, completamente.
    Cuando más tarde comenté la experiencia a mis anfitriones, todos dominicanos pertenecientes a la élite del país, la respuesta inicial se habrá de repetir palabra por palabra: "¿te has subido a queeé?, ¿has hablado con quieeeén?, ¿has comido queeeeeé?, ¿has ido a dóndeeeeeee?"... Todavía no me creen y piensan que deliro. Ninguno de ellos ha estado donde no puedan transitar rodeados de cuatro-por-cuatro-turbo-diesel. Ninguno de ellos a visto jamás esa parte de su país. Una parte que forma el 80% de la experiencia dominicana...
    Ahora de regreso al veinte por ciento, escribo estas memorias... Rodeado de los conforts del mundo acomodado y pudiente. Con los apagones apenas percibidos por el breve parpadeo de la bombilla de encendido en mi ordenador mientras los generadores del hotel privado toman el relevo donde el bien público abandona 18 veces y horas al día.
    Parece casi como si hablase de otra dimensión, un mundo que ahora reaparece en una desazón sumariada por los comentarios de aquella dependienta a medio camino entre la cama donde me recuesto y el infierno: "Ay, termino el trabajo en media hora... Sin luz en la casa, se acabó mi día".
    Subo el aire acondicionado, enchufo el ADSL en mi portátil de titanio con pantalla plana TFT de 17 pulgadas para mandar esta carta... llamo a servicio de habitación para que me suban otra cerveza "El Presidente".
    "Muy fría por favor".

    David Gómez-Rosado

    “Niño pijo” se le llama en España a aquellos jóvenes reconocidos como “Hijos de papá”. Jovenes nacidos y criados en el seno de la llamada alta sociedad. En este caso el autor utiliza el término como expresión peyorativa.
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