LLUVIA DE ESTRELLAS. Segunda parte
Al día siguiente retomó plenamente la rutina de su vida interrumpida por el concurso y sus exigencias, es decir… después del desayuno partió a su trabajo en la sucursal del Banco de Santander donde lo hacía desde varios años atrás. Al entrar soportó estoicamente las felicitaciones, los halagos y muestras de júbilo de sus compañeros, y volvió a sentir los efectos de la notoriedad y el protagonismo por su gesta. Aquello no le disgustaba, pero en su fuero interno sabía que todo era efímero, que al correr de los días se iría olvidando y que debería considerarlo como lo que realmente era, un sueño maravilloso convertido en realidad, pero de duración limitada.
Los días siguientes transcurrieron entre el trabajo, su afición a escuchar música en los ratos libres, y conversaciones rememorativas en el bar de Manolo o en la mesa familiar sobre detalles y momentos álgidos de su participación en el certamen.
Al mes de estos aconteceres, día más o menos, al abrir el periódico una mañana Pepín se encontró de frente con una página entera de El País con una enorme fotografía que a él se le antojó suya, anunciando tres únicas actuaciones de Luis Miguel en la plaza de toros de Las Ventas para tres días del mes siguiente. Creyó que el corazón se le escapaba del pecho. Por fin llegaba Luis Miguel a España y por fin él, Pepín Domínguez, lo vería personalmente después de tanto tiempo de admirarle y emularle. Nada ni nadie le detendría para acercarse a su ídolo, aunque tuviera que recurrir a rogar y a suplicar a los responsables de la seguridad del astro. A partir de la lectura de aquel anuncio el tiempo para Pepín comenzó a correr al revés, como si del lanzamiento de una nave espacial se tratara. A medida que pasaban los días con la complicidad de algunos amiguetes que había hecho en Antena 3 se fue enterando de los detalles de la visita. Supo, por ejemplo, que Luis Miguel se hospedaría en el hotel Eurobuilding, que daría sólo tres conciertos y que dos días antes del primero asistiría a El Corte Inglés de Castellana, a firmar discos. Previamente, ese mismo día a última hora de la mañana, ofrecería una conferencia de prensa en el hotel. También se enteró de que después de los conciertos y antes de abandonar España sería recibido en el Palacio de la Zarzuela, residencia de la familia real, en donde era muy admirado, especialmente por las infantas. Se propuso ser de los primeros en adquirir entradas para los tres conciertos, las más cercanas posibles al escenario, tan pronto éstas se pusieran a la venta. De ninguna manera desperdiciaría la ocasión de ver a su ídolo en escena y, por supuesto, intentaría no perderse ningún detalle de tan magnas actuaciones e incluso tratar de verle en su camerino después del show, aunque íntimamente ya tenía planes de asistir a la firma de discos en El Corte Inglés, en donde trataría de hablar con él y darse a conocer como el admirador numero uno en España de Luis Miguel. La última semana previa al arribo del cantante mexicano a Madrid, el tiempo se tornó corrosivo para Pepín. La ansiedad era tan grande que no encontraba la manera de concentrarse en su trabajo ni en su vida. Evitaba el encuentro con los amiguetes habituales, casi no comía, al llegar a su casa desde el trabajo se encerraba en su cuarto y no atendía el teléfono, y a duras penas su madre conseguía que se sentara a la mesa a la hora de la cena.
Una mañana se levantó más temprano que de costumbre, bebió a sorbos una taza de café y salió pidiendo a su madre que llamara al Banco para avisar que no iría a trabajar. La madre alcanzó a decirle: “Llama tú desde tu móvil, que yo no sé qué excusa dar”. “De acuerdo, mamá, deja pues, que yo lo haré”, dijo Pepín. Salió como alma que la lleva el diablo, se metió en su coche y arrancó a toda pastilla, y tomó rumbo al centro de Madrid. Llegó a El Corte Inglés de Castellana momentos antes de las nueve. Estacionó el coche y esperó paciente frente a la puerta a que abrieran la tienda. A las nueve en punto, tan pronto abrieron, corrió dentro del establecimiento dirigiéndose a un lugar preciso.
Minutos más tarde salió radiante llevando en su bolsillo bien guardadas las entradas de primera fila para los tres conciertos de Luis Miguel.
Al llegar de regreso al coche tomó en el bolsillo derecho de su chaqueta el teléfono móvil, llamó al Banco y anunció que llegaría un poco tarde, pues había tenido que formalizar unos trámites a primera hora en el centro de Madrid. Guardó su móvil nuevamente en el bolsillo derecho de su chaqueta, se metió en el vehículo y partió hacia Carabanchel Alto. Soportó resignado los limpiadores de cristales y vendedores de “kleenex” en cada semáforo en rojo que encontró y finalmente entró en la oficina saludando animadamente a todo el mundo. Estaba feliz, pues en sus bolsillos atesoraba las boletas para los conciertos.
Siguió la cuenta atrás del tiempo que faltaba para la llegada a España de su ídolo. A medida que pasaban los días crecía su ansiedad y las dudas si debía o no ir al aeropuerto a esperarle.
Sus dudas se disiparon cuando leyó un comentario que decía que Luis Miguel viajaba en su avión privado y que se desconocía la hora de llegada. Pepín se propuso entonces concentrar toda su atención en no perderse la primera aparición pública del astro que sería en la ya mencionada firma de discos en El Corte Inglés, empresa ésta que patrocinaba la visita del cantante al país.
Y llegó el gran día en que a primeras horas de la tarde el Lear Jet de Luis Miguel tomó tierra en el aeropuerto de Barajas.
Ése fue un día particularmente nervioso para Pepín. En su trabajo no daba pie con bola y realizó varias llamadas a Cathy, la secretaria del director de noticias de Antena 3, quien le había prometido tenerlo al tanto de la llegada del cantante.
En la última llamada, Cathy le confirmó la llegada y que una cámara y un reportero de esa emisora habían captado el arribo y sus primeras impresiones. En las noticias de las nueve se emitiría. Efectivamente a las nueve, después de las noticias políticas, de sucesos y deportivas, pasaron las imágenes de la llegada al tiempo que informaban que las localidades para los tres conciertos se habían agotado totalmente y que pese a la enorme demanda los promotores no podían organizar otros a causa de compromisos contraídos por el astro en otros países. Luis Miguel aseguró que se sentía feliz de estar en España, que era la tierra de su padre y que en consecuencia llegar a Madrid para él era de alguna manera como volver a casa. Pepín durante la cena solamente comentó que ya había adquirido las entradas para él y también para Juani, quien festejó alegremente la noticia. Le encantaba salir con su hermano y más aún asistir a un acontecimiento tan importante para él. Pepín había solicitado permiso para faltar al trabajo ese fin de semana. No quería que absolutamente nada pudiera interferir para no dejarle disfrutar de esa única oportunidad de ver a su admirado Luis Miguel.
La convocatoria para la firma de discos en El Corte Inglés era para las siete de la tarde, mas Pepín, previendo una afluencia masiva de gente, prefirió salir temprano de su casa.
“¿Llevas tu teléfono móvil?” -preguntó su madre. “No olvides avisarme si no vienes a cenar”.
“Sí, mamá, uy, es verdad, casi lo olvido”, y corrió escaleras arriba, abrió la puerta de su cuarto y sin encender la luz metió la mano en el armario en donde guardaba habitualmente el teléfono, lo cogió y lo metió, como era su costumbre, en el bolsillo derecho de la chaqueta, bajó las escaleras a todo correr y salió de su casa.
El mes de agosto en Madrid es un mes imprevisible, hay años que te asas de calor y otros como éste, en el que a pesar de ser media tarde la temperatura no era agobiante. Al llegar a El Corte Inglés de la Castellana entró en el estacionamiento, se apeó del vehículo, lo cerró con llave y subió a la tienda en busca de la sección de discos en donde un par de horas después estaría cerca de Luis Miguel. Precisamente ese exagerado adelanto era para ocupar un espacio lo más cercano posible al estrado donde se instalaría el artista.
La nave que alberga la sección de discos de El Corte Inglés es una de las más amplias de la famosa tienda y para la ocasión la habían preparado vaciándola de mercancías, es decir, la nave entera era diáfana, salvo el fondo de la misma donde habían instalado un estrado rodeado de líneas de cordones que formaban calles por donde supuestamente debería pasar la gente para llegar hasta el cantante y solicitar su autógrafo. Las estanterías habitualmente repletas de discos habían desaparecido dejando las paredes visibles, sobre las que habían sido pegados grandes posters del cantante mexicano. Ya desde temprano los miembros del equipo de seguridad habían ocupado posiciones para tratar de evitar cualquier tumulto. No pasó mucho tiempo antes de que empezaran a llegar jovencitas en grupos con discos en sus manos y alguna portando fotos del cantante, incluso algún cartel que rezaba “Luis, te amamos”. A medida que se acercaba la hora prevista el recinto se iba llenando especialmente de mujeres y muy específicamente de mujeres jóvenes. Por la megafonía sonaba a todo volumen aquel bolero que dice: “Usted es la culpable de todos mis pesares...” etcétera, etcétera. Algunas muchachas comenzaron a corear la canción y al rato el disco del cantante era acompañado por un coro femenino mayor y mayor. De vez en cuando se interrumpía la megafonía para dar instrucciones de permanecer detrás de la zona acordonada para evitar accidentes por un posible desborde de entusiasmo.
A las siete en punto la megafonía anunció que Luis Miguel estaba a punto de llegar. Pepín trataba de mantener su posición bastante cercana al estrado. De pronto, detrás del podium se abrieron unas puertas y apareció Luis Miguel rodeado de cuatro fornidos guardaespaldas que le abrieron paso para subir a la tarima y entonces se produjo el gran alboroto. El griterío se tornó ensordecedor. La gente, como una marea incontenible, se abalanzó hacia el estrado arrastrando a todo el mundo; al diablo los cordones y al diablo todas las precauciones y previsiones: aquello no había quien lo pudiera detener. Pepín se vio arrastrado por la turba humana y sólo atinó a meter la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta para evitar que otra mano le arrebatara el teléfono. Al tocarlo notó que el teléfono estaba más frío que de costumbre y le resultó extraña la forma del aparato. Aquello no era su teléfono y en su lugar reconoció por el tacto la pequeña pistola Brownie calibre 35 que le había regalado su amigo Gustavo un par de meses atrás. Ahora, arrastrado por la multitud y el griterío, de pronto Pepín se vio de frente a Luis Miguel, que a duras penas podía zafarse de aquellas histéricas mujeres que chillando como posesas querían tocarlo, besarlo, estrujarlo, mientras los guardias de seguridad hacían denodados y vanos esfuerzos para proteger al cantante. Con semejante griterío, nadie escuchó el disparo que sonó como un golpe seco y que hizo desplomarse hacia atrás a Luis Miguel. Un fornido guardia advirtió la caída, logró levantarlo en vilo sobre la multitud y con él por los aires consiguió llegar hasta la puerta para ponerlo a salvo. Alguien gritó “¡Se ha desmayado!” y por la megafonía pedían calma, al tiempo que anunciaban que efectivamente el cantante había sufrido una lipotimia y que se suspendía el acto. Pepín seguía arrastrado por la turba enloquecida, que se agitaba chillando histéricamente. Con un gran esfuerzo, golpeando cuerpos y rostros a diestra y siniestra, logró abrirse paso hasta una de las puertas de salida y totalmente aturdido alcanzó el ascensor que lo llevó hasta el nivel del estacionamiento. En la sección de discos el caos era total. La gente presa de un frenesí incontenible arremetía contra la gente, y éstos tratando de ganar la salida en torbellino pisoteaban a su paso a algunas personas que no habían conseguido conservar el equilibrio ante el embate de la turba. De pronto irrumpió en el local la policía antidisturbios, cuyos agentes actuando con contundencia consiguieron que la gente se fuera calmando. La presencia de la fuerza pública, más algunos enfermeros que comenzaron a evacuar a los contusos y heridos, llamó a la reflexión a los más exaltados e hizo que por fin las aguas volvieran a su cauce. Cuando la calma fue total, se evaluaron los daños. Parecía como si por aquel local hubiera pasado un huracán: discos y útiles escolares por los suelos pisoteados, fotos del ídolo y todo tipo de objetos daban cuenta de aquello que parecía más un campo de batalla que un recinto en donde alguien había querido compartir su fama con un grupo de simpatizantes. ¿Que había sucedido?, ¿y Luis Miguel, qué había acontecido con él? En el estacionamiento frente a su coche, Pepín Domínguez, el admirador número uno de Luis Miguel en España, bastante maltrecho por lo vivido, no daba crédito a la realidad. Su mano derecha aún sostenía la pistola en el interior del bolsillo. ¿Qué extraña circunstancia le había llevado a disparar contra su ídolo máximo, uno de sus seres más amados? Pensó en que todo aquello era una pesadilla de la que de un momento a otro despertaría. Sintió pecho adentro un intenso dolor y algo parecido a la desesperación se apoderó de él. Quiso gritar, pero la presencia de algunas personas que como él estaban allí para recoger sus vehículos le impidió emitir sonido alguno. Abrió la puerta de su coche, se sentó, apoyó sus manos al volante, y con la cabeza entre sus brazos comenzó a llorar sin poder contenerse. Lloró durante un rato, y luego poco a poco se fue calmando y empezó a hacerse preguntas: ¿y ahora, qué pasará?
Y, ¿cómo había llegado esa pistola a su bolsillo en lugar del teléfono móvil? ¡Esa maldita pistola!, que contra su voluntad había aceptado de su amigo Gustavo después del ataque sufrido por Pepín una noche a la salida del Estadio Vicente Calderón por un grupo de cabezas rapadas que le propinaron una salvaje paliza por negarse a levantar el brazo y hacer el saludo nazi y que a punto estuvo de costarle la vida, pues a duras penas pudo evitar el par de navajazos que le tiraron para rajarlo. Gracias a la oportuna aparición de un coche de la policía pudo salvar el pellejo. Gustavo, amigo de la infancia y habitué del bar de Manolo, le había dicho al darle el arma: “Toma, lleva esto, que como ves es tan pequeña que no se notará que cargas un arma contigo. No es mortal, pero acojona cuando la muestras. Llévala en el bolsillo, especialmente cuando andes solo por la noche, porque estos hijos de puta de skins-heads aprovechan cuando ven a un tipo solo para provocarlo y atacarlo sin piedad, siempre en grupo, porque de a uno no se atreven como cobardes y pusilánimes que son; pero si cuando te rodean simplemente le muestras el arma de fuego, ya verás cómo salen disparados huyendo cagaítos patas para abajo”. Oferta que Pepín se negaba a aceptar. “No quiero armas, Gus”, había respondido, “porque quien las porta alguna vez las tiene que usar y yo soy incapaz de matar una mosca”. Sin embargo Gustavo insistió y finalmente él aceptó. Todas estas cosas confluían en su mente en tropel entre una confusión de ideas y una sensación de desolación y pavor que lo llevó a apoyar de nuevo la cabeza contra el volante y retomar el llanto. De pronto escuchó unos leves golpes en el cristal del coche, levantó la cabeza y alguien le dirigía la palabra. Bajó el cristal y un señor de pelo cano que llevaba en sus manos la clásica bolsa de El Corte Inglés le preguntó: “¿Está usted bien, necesita ayuda?”. “No, gracias, gracias”, dijo Pepín, “no es nada, sólo un ligero mareo sin importancia, es que me acaban de dar una mala noticia”, e instintivamente llevó su mano al bolsillo derecho de su chaqueta para mostrar su teléfono y argumentar mejor su mentira y, ¡oh milagro!, sintió el tacto del dichoso teléfono, que ahora sí estaba en su sitio. Lo mostró y el hombre con la bolsa, encogiéndose de hombros, siguió su camino seguramente también en busca de su automóvil. Pepín, atónito, volvió a mirar su teléfono y revisó el bolsillo de su chaqueta en busca de la pistola y nada, allí no había pistola alguna.
“O me estoy volviendo loco”, -pensó-, “o todo ha sido un sueño”.
Estaba tan aturdido que ni cuenta se dio de que había puesto en marcha su coche, que abrió todas las ventanillas y que enfiló hacia la salida. Se topó con una barrera y allí recordó que no había pagado el boleto del estacionamiento. Puso el coche a un costado, activó los guiños de alerta y salió corriendo hasta la caja más cercana. Una vez satisfecho el importe regresó al coche, la barrera se abrió y Pepín ganó la calle y el aire fresco del anochecer. Sentía como que algo le oprimía las sienes y se repetía sin cesar, “No es posible que yo haya matado a Luis Miguel, que yo, que durante toda mi vida he sido enemigo de cualquier forma de violencia e incapaz de matar ni una simple mosca, haya apretado el gatillo y haya matado a Luis Miguel, mi querido, mi adorado Luis Miguel”. Una sensación de angustia le oprimía el pecho hasta casi impedirle respirar. De pronto delante del coche vio a un policía que le hacía señas para que se detuviera. Pepín detuvo el vehículo pensando “ya han descubierto el crimen, me han seguido y van a detenerme”. El policía se acercó a su ventanilla y dijo: “se ha saltado usted un semáforo en rojo, ¿que le sucede, está usted bien?”. “Sí, sí, perdón, señor agente”, atinó a decir Pepín, y volvió a mentir: “es que acabo de recibir una mala noticia y me distraje”. Llevó nuevamente la mano al teléfono para mostrarlo como antes y al tacto sintió nuevamente la pistola. Empalideció y empezó a temblar. El guardia al verlo tan abochornado dijo: “bueno, bueno, siga, pero tenga más cuidado la próxima vez, por favor”. Aquel incidente lo volvió a la realidad perdida por sus nervios, y el sentimiento de culpa que lo devoraba. Volvieron a su mente las preguntas. ¿Y ahora qué pasaría?, ¿qué debía hacer?, ¿ir a la policía y confesar que había sido él quien disparó contra Luis Miguel? Eso significaría la cárcel y el escarnio para su familia, el fin de su incipiente carrera y de todos sus sueños, pero ¿cómo había podido suceder una cosa así?, ¿qué extraño designio había armado su mano y su actitud para comportarse de esa manera?, y ahora otra vez con el agente de tránsito ¿qué era todo aquello? Volvió a buscar nuevamente su teléfono en el bolsillo y allí estaba. ¿Se estaría volviendo loco?, ¿qué pirueta del subconsciente provocaba semejante conducta y todo aquello?
Tal era su turbación que sacó el teléfono del bolsillo y lo puso en el asiento de al lado, y a medida que avanzaba lo observaba por momentos por si aquel adminículo se transformaba. Pero nada, el teléfono seguía siendo un teléfono y él seguía conduciendo.
Seguramente el atentado estaría ya en todos los noticiosos. En medio de su confusión atinó a encender la radio y buscar en el dial alguna noticia. De pronto sintonizó una en la que un locutor hablaba de ciertos disturbios que habían tenido lugar en El Corte Inglés, con heridos y destrozos materiales durante la firma de discos del cantante Luis Miguel. Éste, que había sufrido una lipotimia y había tenido que ser ingresado en un centro hospitalario pero estaba bien y con buen humor, comentó que él creía que la famosa “furia española” se daba solamente en el fútbol. Pepín sintió alivio de que el locutor no hubiera hablado de muerte, pero al mismo tiempo pensó que no era posible que aquel joven estuviera bien si el disparo fue a bocajarro y a menos de medio metro de distancia. No, hoy yo me vuelvo loco, entre la transformación del teléfono en pistola y ahora esta noticia, no, de una sola cosa puedo estar seguro y es que hoy yo me vuelvo loco. Elucubrando sobre todo esto y con un susto que no le cabía en el cuerpo Pepín llegó a su casa y se encerró en su cuarto dispuesto a esperar acontecimientos.
No quiso cenar alegando que había comido algo en el centro y puso un disco de Luis Miguel. La voz del astro se elevó límpida por la estancia: “La puerta de cerró detrás de ti y nunca más volviste a aparecer, dejaste abandonada mi ilusión...”, etcétera.
Se recostó con la intención de ordenar un poco sus ideas y llevado por la música más el cúmulo de nervios padecidos, se quedó profundamente dormido. Ni siquiera sintió cuando a hurtadillas entró su madre y apagó la luz. Soñó que corría completamente desnudo en un playa vacía en la que sólo había gaviotas y él se metía en el mar, un mar caliente que le acariciaba suavemente el cuerpo y nadaba hasta agotarse y luego salía del agua y se dejaba caer en la arena y dejaba que el sol le dorara la piel.
|