EL FRIO VIENTO DEL SUR por Julio Melling
A mis compañeros de promoción, con motivo de los 50 años de egresados del Colegio Nacional Manuel Ignacio Molina de San Rafael, Mendoza.
Fue hace solamente unos pocos años. Creo que algo más de cincuenta.
Todavía, por aquellas épocas, los altos y amarillentos álamos crecidos en ambas veredas de la larga avenida Ballofet se unían visualmente allá a lo lejos, en un sitio distante, en un punto exacto instalado en la mismísima cumbre del cerro más alto de las primeras estribaciones de la precordillera.
Era esa ancha calle, estaba seguro por aquel entonces, la arteria preferida por el invierno para ingresar a nuestro pueblo. A nuestra ciudad, a nuestro oasis verde del desierto mendocino.
Los fríos vientos sureños se bifurcaban, a partir de allí, en múltiples direcciones, empujando a las cuantiosas hojas caídas de los infinitos árboles de la ciudad, arrastrando el vuelo de los pájaros desafiantes o distraídos y pulverizando también el buen humor de los pocos peatones que nos animábamos a desafiarlos.
Al girar de golpe, buscando la ancha avenida Mitre, el viento era ya un estallido helado que, por algún rencor divino, nos golpeaba en la cara, en el cuerpo y en el centro mismo de nuestra propia alma con la brutal dureza del cruel invierno.
Trasladarnos en contra del viento era casi imposible. Abrigarnos para soportar el intenso frío, también. Sobre todo a esa hora tan temprana, cuando la ciudad vacía era un puntual y helado desierto, una realidad urbana de inhóspita presencia detenida en el tiempo del congelamiento.
Los cien metros de ancho de la Mitre, se nos ocurría algo comparable a la pared helada de un glacial antes del deshielo, era una avenida que obligatoriamente teníamos que atravesar para llegar al Colegio Nacional Manuel Ignacio Molina, a las ocho de la mañana puntualmente.
Era quizás una auténtica época de fríos verdaderos, y también de responsabilidades escolares verídicas o de obligaciones reales.
Hoy, después de más de cinco décadas, cualquier día de intenso frío, esté donde esté, en cualquier lugar donde me encuentre, cualquier frío exagerado me retrotrae por un instante a mi frío de adolescente estudiante sanrafaelino. Épocas de frío y también de tiempos felices para las remembranzas de hoy.
Recuerdos imborrables de intrascendentes cuestiones que de pronto se aparecen nostálgicas, sin entender por que razón se avienen a mi memoria, y ni siquiera puedo saber con seguridad si soy yo quien los convoco.
Quiero decir que por alguna razón, no siempre la misma, se me almacenan los recuerdos sanrafaelinos sin ir yo precisamente en su búsqueda.
No sé por qué razón... Solamente me alcanza escuchar al pasar la música estridente de algún lejano “rock and roll” para que me traslade inconscientemente con “Bill Halley y sus cometas”, hasta las butacas y la pantalla de los viejos cines de nuestro pueblo.
Yo no lo quise, ni fui a su encuentro. Ellos vinieron solos hasta mi butaca del cine “Gran Sur” o “Andrés”, se ubicaron a mi lado silenciosamente y a partir de allí viajamos juntos por la vida. Desde siempre. Esos cines melancólicos de antes agotaron todas sus localidades cuando llegaron aquellos actores James Dean, Jean Russell, Cantinflas, Sandrini, Alan Ladd, Marilyn, …para acompañarnos. Tantos nombres de artistas que aparecen tan unidos al sanrafaelino recuerdo y a la vieja nostalgia.
En un impresentable poema que escribí por aquellas épocas y que oculté inteligentemente, lo iniciaba con una descripción crítica y filosófica a nuestro punto de reunión diario. El poema se llamaba “Tiempo de hacer nada” y estaba dedicado a la vieja confitería París.
“En las sillas del placer/ y de lata/ el tiempo pasa fugaz/ se va....” decía mi inspiración adolescente reprochándome mi holgazanería y sobre todo mi tiempo perdido. Pero a pesar de ese reproche, el tiempo lo creo haber ganado a través, y gracias a aquellos vates que en ese lugar velaron sus armas musicales del canto popular: Los Andariegos, Chacho Santacruz, Cacho Ritro, los Anzorena, Alberto Cortez y algún otro que perdí de vista me enseñaron a amar la música que ellos amaban.
Otras veces, mirando sin mirar, escuchando sin oír, he vuelto a compartir momentos imborrables de pura nostalgia.
Una frase. Solamente una sola frase o un simple parloteo afrancesado pronunciado por alguien, instala al instante en mi memoria la presencia inefable de la Pocha Madariaga, con su maquillaje de exagerados coloretes y sus inmaculados peinados en mis sorpresivas evocaciones.
Del mismo modo ante un problema algebraico difícil que hoy no puedo resolver, creo escuchar desde lejos los firmes reproches de la Sra. de Henrich enjuiciando duramente mis incapacidades matemáticas y mis, por aquellos tiempos, no disimuladas ganas de estudiar sus teoremas cartesianos.
Me detengo brevemente en un recuerdo imborrable. Ante otro problema matemático irresuelto, debo acomodar firme mi corazón, siempre colmado por una profunda estima adolescente, al volver la vista atrás y encontrarme con las reflexiones sabias del enorme “Pecheche”, nuestro querido profesor, mi dispar amigo y consejero de vida.
A veces saltan sin ser llamadas aquellas fuertes reprimendas que recibíamos, después de alguna salvajada impropia, de parte de Don Jorge de la Reta, quien indefectiblemente mezclaba en su filípica el rigor, consecuencia de la firmeza de su cargo, y la cómplice condescendencia. Un buen tipo, casi un compinche ante nuestra juventud exuberante. Eran solamente duros regaños, dirigidos directamente a nuestra íntima conciencia. Aún hoy, me suenan como ejemplo para saldar algunas cuestiones difíciles de la vida.
Hay más recuerdos que imprevistamente, y sin preaviso, me asaltan. De todos mis compañeros del colegio secundario, compañeros entrañables, son los que giran en mis recuerdos con especial puntualidad. No puedo, en un día como hoy, destacar a todos, porque en la distancia del tiempo transcurrido, el cariño se pluraliza y se empareja en las recordaciones.
Quiero hacer solamente algunas referencias referidas al frío estudiantil, al invierno y a nuestra juventud compartida.
Entrecierro los ojos y creo ver como saliendo de una escena cinematográfica, la desgarbada y quijotesca figura del flaco Rius, totalmente emponchado, atravesando lentamente la vieja estación de trenes, las vías ferroviarias, caminando lentamente, congelado hasta en su esqueleto, y surgiendo solitario entre el vapor espeso de las locomotoras que se preparaban para partir. Una escena neorrealista, la de un resucitado alumno secundario que se abate en lo inhóspito del páramo. Por eso creo, nunca me sorprendió el gran Federico Fellini, ni las premiadas escenas de sus películas.
Inolvidable para mí fue aquel casi dibujo animado interpretado por el petiso Armijo, con su bufanda enorme capaz de envolver varias veces su cuello, cabeza y orejas, que no la arrastraba por la vereda porque el viento frontal la mantenía con firme horizontalidad. Otra víctima de la epopeya invernal de cruzar la Avda. Mitre.
O aquel Tadeo Steward Husher, recién descongelado en el segundo recreo, quien llegaba a nuestro Colegio trasportando toda la escarcha de Las Paredes en su generosa y roja nariz.
O la verde palidez de Jorge Mariani trepando firme cual granadero sarmantiniano por Libertador hacia el Colegio, o la arrogancia doctoral de Cófano enfrentando al viento blanco con la vehemencia y tozudez de un cónsul romano, o la engominada cabellera del Chofi Guevara desafiando las inclemencias de su escasa pelambre y del abundante mal tiempo, o el sensual resurgimiento de Angélica Mansilla después de los desprendimientos, uno a uno, de sus infinitos abrigos superpuestos, o la mordaz mudez de Luna hasta que lograba recuperar sus helados sentidos adormecidos por el frío, o las expuestas orejas de Salomón, antenas parabólicas buscando un inexistente satélite artificial en los confines del universo, o los dedos crispados de Tito Carloni tratando de retocar sus autos futuristas y destartalados, o al inquieto Buzón Fernández que recuperaba desafiante su híperactividad después que el termómetro marcaba los diez grados centígrados, o el Labiano inspector de nubes peligrosas, o la Chiquita Magrini , y Salas, y Ballerini, pequeñas víctimas inocentes de la ciencia aquella que ordena autoritariamente que el calor interior del aula subiera hasta las alturas del cielorraso, o Luisito Nudelman discutiendo hasta con las inclemencias climáticas, y el Pato Rousse, y Etchelouz, testigos incautos de esas discusiones. O el Pochi Ripamonti y el Pollo Eibar, compañeros todo terreno del aula y del fútbol lugareño.
El Hugo Riera solidario, el Chiquito García artista, el Tito Lagiglia busca flechas, el Cartón amigo, todos están... Y tantas otras nostalgias imborrables.
Soplaba intensamente el viento que traía el frío del sur.
A algunos nos ayudó a remontar el vuelo, en la adolescencia de la vida, en búsqueda de nuestro propio destino.
A uno solo, a aquel que le habían crecido alas en el alma, lo transportó en un solo soplo a otros lugares mágicos y distantes. Él pudo visitar estrellas lejanas, husmear por constelaciones remotas, domar cometas indóciles y hasta recibió de pasada, ya que andaba por allí, la bendición celestial para poder hacer su música e imaginar su poesía.
Para él, nuestro Chiquito García, el Alberto Cortez de todos, el viejo viento del sur nunca dejará de soplar en sus alas extendidas a todo lo ancho y seguramente lo seguirá empujando en su vuelo maravilloso.
Son sólo unos pocos años. Creo que algo más de cincuenta...
Los álamos de la Ballofet fueron abatidos.
Hoy el viento frío del invierno ha elegido seguramente otra avenida para ingresar a la ciudad.
Aquellos eran otros inviernos. Otros inviernos de un viento frío intenso, pero que a pesar del tiempo están grabados a fuego en nuestra nostalgias y en nuestra en memoria.
Para nosotros, para nuestra recordación, aún los álamos de la Ballofet se unen visualmente en un punto exacto, en el cerro más alto y en la lejanía.
Y el frío del sur implacable, viene soplando nuevamente a nuestro encuentro.
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