´CORTEZ, AYER, HOY Y SIEMPRE´ por Daniel Monterroso
Lo que sigue es un pequeño relato de mi experiencia personal, de mi sentir personal, en ocasión del recital que Alberto Cortez ofreció junto a Facundo Cabral en agosto de 1999 en el teatro Avenida.
Ya conocía yo una muy pequeña parte de su obra a la que accedí hacia 1983 a través de algunas cintas en casettes, tecnología de audio de entonces. Conociendo algo de él, un día de 1992 decidí presenciar un recital de Cortez y al tiempo otro, y luego, ya atrapado por ese espectáculo de sonido y palabras que tan particularmente exponía (y expone) sobre el escenario, sentí como todos sus seguidores la enorme desazón de su accidente de salud en el verano de 1996. Recuerdo haber llegado a creer que ya nunca volvería a subir a un escenario. Y perdí contacto con las noticias de sus andanzas sobre el escenario aunque no con su música, a la que regresaba una y otra vez a través de las pocas grabaciones que poseía entonces; un tanto por creerlo casi retirado a causa de su salud y otro tanto por causas de diversa índole.
Cuando se anunció su presencia con Facundo en el Avenida pensé que sentarme a escucharlo tal vez no fuera una buena idea. Prefería quedarme con el recuerdo de lo que había visto y oído. ‘Sentido común, hombre, sentido común’, me dije… Si apenas puedo entonar la tradicional canción de cumpleaños, ¿qué cosa tengo yo para exigirle a él que hizo del canto su profesión? El punto que debía considerar era si tenía ganas o no de concurrir. Su desempeño debía quedarse en su sitio para el análisis de otros. Y allí se habrá quedado, pues fui a sentarme junto a mi esposa en lo alto del teatro, en el paraíso, que puede ser la mención de la zona más alta de la sala o de ese espacio virtual que creamos cuando pasamos un agradable momento. Así es como me gusta: un sitio algo alejado para apreciar mejor el clima y percibir las variaciones del estado de la atmósfera del teatro, no importa cuál sea.
Salió al escenario con su habitual atuendo negro caminando lentamente al tiempo que recibía nuestros primeros aplausos; luego de unos segundos, dijo la introducción del primer tema: Fe. Y comenzó a cantar, y al tiempo que iba incorporando el significado de cada verso estuve toda aquella noche hamacando mi espíritu en la admiración por ese hombre que habiendo sido alcanzado por una situación desgraciada de su salud, igual que la leyenda del ave fénix, luchaba por el derecho que el destino le había conferido: renacer de entre aquello que algunos seguramente habrán considerado sus cenizas empleando sus mejores armas: pasión por el canto y amor por la vida. Parecía que exigía al máximo su fortaleza vocal y me quedaba la sensación de que iba a consumir de una sola vez todo el aire del escenario, o del teatro… Para la ocasión, Facundo fue el compañero ideal para calmar el aire al cabo de cada canción que Alberto interpretaba. Y no dejó de cantar aquellas que su público siempre quiere escuchar… Me pareció percibir que el esfuerzo que hacía era excesivo y otra vez la admiración y así anduve todo el recital.
Salí del teatro con la imagen de “otro” Cortez en mi mente, distinta a la que me había formado hasta antes de ese día; un artista reinventado con la misma pasión por lo que hace. Hoy he vuelto a leer en el programa que aquel día me entregaron su breve explicación acerca del por qué seguir trabajando, en esa ocasión, junto a Facundo Cabral y rescato una frase que en aquel tiempo no se me pasó inadvertida: “Quien trabaja en lo que no ama lleva a casa un pan amargo y el nuestro es sabroso y dulce”. ¿Qué más agregar? Desde ese día aprendí a admirar al artista desde otro punto de vista: ya no sólo desde la apreciación musical y literaria sino también desde su dimensión humana y fortaleza anímica para sobreponerse a la adversidad.
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